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jueves, 13 de febrero de 2014

CROMATICARIA



 A ella lo que realmente le habría gustado era trabajar en una mercería. Desde  chica se quedaba absorta delante del mueble rizado de bobinas donde gama a gama, se deslucía el arco de colores con sus cabalísticos nombres: Lila, malva, bermellón, musgo, cobalto, prusia, granate, sepia, marfil, siena,  fucsia, grafito, marengo, coral, noche.

Le asombraban las cintas de raso, las de goma, los galones, el retor, el hiladillo, los siempre viejos ovillos de zurcir y los infinitos ojos de todos y cada uno de los botones que asomaban desde sus cajas automáticas mirando en cristal, en nácar, en hueso, en azabache, en pedrería,  en pasta, en madera y  en pasamanería.

Sólo que a su tío abuelo le hicieron Gobernador Civil de aquella ciudad tediosa y apocada.  Y en el momento en el que abrió la boca acerca de esa pobre sobrina huérfana le consiguió un trabajo. Y la nombraron bibliotecaria, sin plazo de prueba, en régimen de funcionaria en comisión de servicios de por vida; poco sueldo y muchas vacaciones.
No fuera a incomodarse su Exmo. e Ilmo. Sr. Gobernador Civil...

La Facultad tenía pocas facultades; más bien era una pequeña escuela de grado medio para estudiantes de rechazo. La Biblioteca era casi lo más grande de todo el edificio. Olía a humedad, como tantas; a viejo, como muchas, y era oscura, incómoda, inadecuada y fría, como todas. Nunca entraba nadie. Como en todas.

Pero tenía las paredes tapizadas de libros. Consiguió que el anciano bedel abriera las enormes ventanas que llevaban años atornilladas. Y cuando entró a raudales la luz de octubre ella quedó deslumbrada: Los libros eran de colores. Infinidad de tomos del pergamino al ocre, del siena al sepia. Verdes ultramar deviniendo en grises profundos, granates y azules espectaculares.

Pero qué revueltos.

Estrenó, creyó que estaba estrenando, una hermosa escalera provenida de alguna donación palaciega y, tenaz y arriesgadamente, deshizo la verticalidad de los fondos logrando un anaquel horizontal que  alfombraba caprichosamente los doscientos metros cuadrados del suelo de la estancia.

Y comenzó a recolocar los libros por las gamas de color que amaba desde niña. No le salió muy exacta porque algún incongruente coleccionista había donado decenas de libros encuadernados en un cuero tabaco, de tanta calidad que apenas si había sufrido degradaciones. No así los azules de unos cientos e inacabables tratados de economía que empalidecían disciplinadamente al tiempo que los tejuelos;  del marfil de 1951 al blancuzco de 1972.

Cuando mediaba octubre la biblioteca parecía una paleta de pintor, un catálogo de esmaltes... un muestrario de bobinas.

En noviembre llegó un nuevo profesor  y repartió entre sus alumnos una hoja bibliográfica imprescindible para preparar el próximo examen parcial.

Y, cuando el primer alumno entró en la biblioteca y pidió el  manual de contabilidad que encabezaba la lista, ella se caló las gafas  y preguntó profesional  y candorosamente:
-¿De qué color es?
Isabel Torres. Club de Lectores de Dueñas.

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