Decir que Alice Munro inspira devoción entre sus lectores es más
 que un clisé. Para Jonathan Franzen es "la Grande". Para Margaret 
Atwood, "una santa literaria internacional". Para la revista New Yorker,
 donde se publican sus relatos desde la década de 1970, es "nuestra 
bendición". Luego de años de consternación respecto de "por qué su 
excelencia excede ampliamente su fama", como escribió Franzen en un 
apasionado artículo de 2004 que publicó el New York Times, el martes 10 
de diciembre sus admiradores por fin podrán quedar satisfechos. Munro es
 Nobel de Literatura. Su hija Jenny viajará a Suecia para asistir a la 
ceremonia en representación suya porque Munro, que tiene en la 
actualidad ochenta años, no se encuentra en condiciones de hacerlo. Es 
la decimotercera mujer y la segunda canadiense (si se cuenta a Saul 
Bellow, que emigró a los nueve años) a la que se otorga el premio. 
"Tuvimos que esperar más de un siglo, pero por fin se le otorga un Nobel
 a una escritora de cuentos", dice Franzen.
"No creo que pueda 
seguir escribiendo. Dentro de dos o tres años voy a ser muy vieja y 
estaré muy cansada", dijo Munro cuando la entrevisté luego de la 
publicación de 
La vista desde Castle Rock, en el pueblo
 de Goderich, cerca del lago Huron, la zona donde ha vivido y sobre la 
cual ha escrito casi toda su vida. "¿Cuánto de mi vida he pasado en este
 camino, qué otra cosa podría haber hecho, cuánta energía le he sacado a
 otras cosas? Es muy raro pensarlo ahora, ya que mis hijos son mayores y
 ya no me necesitan, pese a lo cual de algún modo siento que sólo he 
vivido una parte de esta vida y que hay otra que no he vivido." Fue a 
esa altura del año que me encontré con ella y almorzamos en Bailey's 
Fine Dining, donde lleva a editores y periodistas (y  donde almuerza 
todos los lunes con su amiga Emily). Nos sentamos a su mesa de siempre 
junto al bar mientras hablaba sobre libros, acerca de la escritura y la 
historia de su vida. Una banda sonora de los años 20 reforzaba el 
ambiente nostálgico del lugar, pero en ocasiones amenazaba con tapar su 
voz segura y suave en mi grabación. "Apago las luces y cierro. Hace 
mucho que vengo aquí." Seguimos hablando mientras afuera el cielo del 
sur de Ontario se oscurecía cada vez más y tomamos copas de vino blanco 
con agua mineral. Su esposo Gerry –un hombre alto de camisa leñadora 
roja-vino a buscarla y ella le pidió que esperara afuera y escuchara "El
 lago de los cisnes" en el auto hasta que termináramos. "No se preocupe;
 le encanta la música".
Gerry murió en abril de este año, y en 
julio Munro anunció su retiro. Sin duda su salud es todo un  tema. 
Cuando su editor canadiense, Doug Gibson, recibió su recopilación 
Dear Life,
 de 2012, dijo que sabía que sería su último libro y que esta vez 
hablaba en serio. Comprende una coda a los cuatro últimos relatos: "Creo
 que son lo primero y lo último –además de lo más exacto- que tengo que 
decir sobre mi propia vida."
"En muchos sentidos, he escrito 
relatos personales toda la vida", dijo en Bailey's. Si se es un 
admirador de Munro, se estará al tanto de los problemas de la granja de 
zorros y visones de su infancia en la época de la Depresión, de la casa 
al final del camino y la enfermedad de la madre –Parkinson a los 
cuarenta y pocos años-, de la beca para la universidad, su temprano 
casamiento con un estudiante intelectual, la maternidad muy joven y el 
divorcio. También se reconocerán las marcas de la vergüenza y la culpa 
en todas las recopilaciones. "Crecí en una comunidad en la que había 
vergüenza", dice, haciendo referencia a su infancia rural  presbiteriana
 escocesa-irlandesa. "Decimos que hay cosas que no pueden perdonarse o 
que nunca nos olvidaremos de nosotros" escribe en la última línea de 
Dear Life sobre el hecho de que no lograra visitar a su madre durante la
 última enfermedad de ésta ni asistir al entierro. "Pero lo hacemos", 
continúa, con su característica insistencia en una verdad absoluta. "Lo 
hacemos todo el tiempo."
"Es probable que los sentimientos sobre 
mi madre sean el material más profundo de mi vida", dice. "Creo que en 
la infancia hay que apartarse de lo que la madre quiere o necesita. Hay 
que seguir el propio camino, y eso fue lo que hice. Por supuesto, ella 
estaba en una posición muy vulnerable, lo cual en cierto sentido era 
también una posición de poder, de modo que eso fue siempre algo central 
en mi vida: que me alejé de ella cuando más necesitada estaba. Pero sigo
 pensando que lo hice para salvarme."
La enfermedad de su madre 
significó que se hizo cargo del trabajo de la casa y de cuidar a sus 
hermanos menores desde que tenía nueve años. "Quería que la casa 
estuviera siempre limpia. Cocinaba los sábados y planchaba la ropa de 
todos. Era una forma de mantener la respetabilidad. En un plano 
superficial era muy buena con mi madre, pero nunca me permití entrar en 
su esquema de cosas, ya que entonces me habría quedado y me habría 
convertido en la persona que llevaba la familia hasta su muerte, y para 
ese momento habría sido demasiado tarde para irme.
Munro suele 
hablar en términos de huida, ocultamiento y disimulo. Ya en ese momento 
encontraba una primera forma de escape a través de la lectura y la 
escritura, si bien sólo en su cabeza. No escribió nada durante mucho 
tiempo porque "me preocupaba que pudiera ser tan decepcionante o malo" 
que terminara por abandonar.
Después de reescribir La sirenita 
para darle un final más feliz, avanzó a una "continuación" ("debe haber 
muchísimas") de Cumbres borrascosas. Le gustaba la forma en que el 
paisaje formaba parte de la historia, y sabía que era el tipo de libro 
que quería escribir. "Mi Cumbres Borrascosas era un Canadá muy 
reconocible que injerté en Yorkshire." A pesar de no haber leído la 
novela de Emily Bronte desde hace más de cuarenta años, todavía puede 
citar pasajes enteros, y en una elocuente pista sobre el ángulo desde el
 cual aborda un relato, reflexiona: "Todos piensan que querrían ser 
Cathy, la mujer que Heathcliff amaba, no Isabella, la mujer con la que 
se casó, ¿verdad?"
La madre de Munro, una ex docente, es una 
criatura dominante e insatisfecha que recorre su ficción. Su padre, si 
bien no tenía reparos en dar una paliza a los hijos, constituye una 
figura más atractiva. Era "adicto a los libros", leía todos los domingos
 por la tarde y hasta publicó sus propios libros al jubilarse.
Si 
bien tuvo una infancia difícil, Munro insiste en que no fue 
particularmente infeliz. "Existía el mundo privado" de la escritura al 
cual siempre podía retirarse. "Es una suerte nacer en un lugar donde 
nadie escribe, ya que entonces se puede decir: 'Escribo mejor que todos 
los demás en el colegio secundario. No se tiene idea de la competencia."
 Ella y su amiga Atwood tienen "una teoría" para dar cuenta de la fuerte
 generación de escritoras canadienses a la que pertenecen (Carol 
Shields, que murió en 2003, era otra amiga). Habría sido impensable que 
los muchachos de la zona rural de Canadá de esa época fueran 
intelectuales, dado que "los límites de la masculinidad eran muy 
estrechos." Por su parte, se alentaba a muchas mujeres, como la madre de
 Munro y como ella misma, a estudiar y convertirse en maestras. "Fue así
 que cuando las mujeres empezaron a escribir novelas en Canadá no hubo 
ningún problema. Eso no quería decir que los hombres iban a leer 
nuestras novelas, por supuesto, sino que era aceptable que las mujeres 
fueran escritoras."
De vuelta a su infancia, "lo peor que podía 
hacerse era llamar la atención", por lo que no dijo nada sobre sus 
ambiciones. Obtuvo una beca para la Universidad del Oeste de Ontario, 
algo casi inédito en una chica de su ciudad de Wingham. En el primero de
 sus "períodos de disimulo" se inscribió en un curso de periodismo 
porque "todos saben lo que hacen los periodistas" y pasó dos años 
felices en "un escondite" del fastidioso trabajo doméstico. No era para 
Munro el escape a París al que recurrió otra cuentista canadiense, Mavis
 Gallant, nueve años mayor que ella y procedente de un ámbito más 
sofisticado. "Cuando se vive en un lugar como Wingham, se tienen muy 
pocas oportunidades de salir", dice. "Si se espera hasta los treinta 
años, una se vuelve demasiado tímida y es muy poco lo que sabe del 
mundo, por lo que nunca se concreta. Por eso me fui. Me casé, lo cual 
fue una decisión muy afortunada."
Ese frío pragmatismo no debe sorprender a los lectores de los cuentos de Munro. En "
The Beggar Maid",
 por ejemplo, Rose acepta casarse con Patrick, pusilánime pero 
privilegiado, "porque no parecía probable que volvieran a hacerle una 
oferta de ese tipo." En esos días, dice Munro, "si no se estaba casada a
 los veinticinco años, se era una fracasada- Desde el colegio secundario
  sentía que no le caía bien a todo el mundo. Por eso pensé: 'Le gusto a
 alguien. Un milagro.'"
Como destaca el narrador en "Chance" 
haciendo referencia a Juliet, que aparece en un trío de relatos 
autobiográficos: "El problema residía en que era una chica. Si se casaba
 –lo cual podría pasar, y no era nada fea tratándose de una becaria; en 
absoluto-, desperdiciaría todo lo que había trabajado, y si no se casaba
 era probable que se volviera sombría y aislada, con lo que perdería 
atractivo a los ojos de los hombres."
Tenía veinte años cuando se 
casó con Jim Munro, que era gerente de las grandes tiendas Eaton's. La 
pareja se instaló en el norte de Vancouver, y para cuando cumplió los 
veintiséis años, Munro tenía tres hijas. La segunda, Catherine, murió 
cuando tenía apenas dos días. Una cuarta, Andrea, nació nueve años 
después. "Por eso estuve bastante limitada a los veintitantos." Pero 
leyó "todas las novelas europeas que había que leer", así como a los 
escritores góticos –Eudora Welty, Flannery O'Connor, Carson McCullers-, 
cuya influencia es evidente en su trabajo. Por eso aprovechaba cada 
momento libre –"las siestas (de las niñas) eran muy importantes"- para 
escribir. En sus memorias, Vidas de madres e hijas, Sheila Munro 
recuerda que su madre escribía "en un lavadero, y su máquina de escribir
 estaba entre un lavarropas, un secarropas y una tabla de planchar. En 
realidad, podía escribir prácticamente en cualquier lugar de la casa." 
La escena constituye casi una caricatura que ilustra el rótulo de 
"relatos domésticos" que a Munro le ataron al cuello como un delantal 
(ese título apareció en una reseña del New York Times en 1983). En 1961,
 después de publicados algunos relatos en pequeñas revistas y de que se 
los leyera en radio, el Vancouver Sun publicó un artículo sobre ella 
titulado: "Un ama de casa encuentra tiempo para escribir cuentos."
En
 1963 la familia se trasladó a Victoria, en la isla de Vancouver, donde 
Jim Munro abrió una librería, Munro's Book Store, las celebraciones por 
cuyo quincuagésimo aniversario coincidieron con el anuncio del Nobel. 
Ahora sostiene que "ser un ama de casa" y no tener que preocuparse por 
un empleo ni por el ingreso fue lo que le hizo posible escribir. De 
todos modos, recuerda haber visto en un negocio La mística femenina, de 
Betty Friedan, que acababa de publicarse, y haber tenido miedo de leerlo
 porque era "sobre la renuncia, y yo estaba en un momento en que temía 
haber renunciado, ya que no había publicado nada. Fue entonces cuando 
caí en la depresión."
Esa sensación de asfixia se manifestaba en 
síntomas físicos: "No puedo respirar. No puedo respirar. Tengo que tomar
 un sedante", dice al evocar su desesperación en la calma de Bailey's. 
Durante unos dos años, "escribía parte de una frase y luego tenía que 
detenerme. Había perdido las esperanzas, la fe en mí misma. Tal vez era 
algo que tenía que experimentar. Supongo que era porque todavía quería 
hacer algo importante, importante a la manera de los hombres."
Por
 "importante" se refiere a escribir una novela. "Trataba una y otra vez 
de escribir una novela, pero nunca funcionaba. Después de que se 
publicaron mi segundo, tercer y cuarto libros, las editoriales seguían 
esperando que escribiera una novela. Yo sentía que estaba perdiendo el 
tiempo." La mañana que nos encontramos, dijo que acababa de leer una 
reseña de una novela corta en New Yorker y se preguntaba: "¿qué tan 
corta?" En un momento, dice su agente, Virginia Barber, que hace mucho 
que dejó de pedirle una novela, "sus relatos se extendieron tanto que 
casi lo logramos."
¿Aún lamenta no haber escrito una novela? "Sí, 
me apena no haber escrito muchas cosas, pero me alegra haber escrito 
todo lo escribí, ya que cuando era más joven hubo un momento en que 
existieron muchas probabilidades de que nunca escribiera nada. Estaba 
demasiado asustada."
En 1968, Munro publicó su primera 
recopilación, La danza de las sombras felices, que comprendía todos los 
relatos que había escrito en los anteriores quince años. (El cuento que 
da título al libro hizo llorar a Atwood porque "era muy bueno"). Un 
domingo por la tarde del año siguiente, Jim, que "sentía que en mi había
 algo bueno que se estaba desperdiciando", la envió a la librería a 
escribir con la promesa de que él prepararía la cena. "La verdad es que 
preparar la cena no era su punto fuerte –hacía buenas albóndigas, pero 
era lo único que sabía cocinar-, aunque de todos modos lo hizo y yo bajé
 a la librería. Al principio me resultó muy difícil, porque estaba 
rodeada de todos esos libros. Los libros la disuaden a una de escribir, 
pero logré ignorarlo." El resultado fue La vida de las mujeres, que 
suele calificarse de su única novela pero que ella describe como "sólo 
una serie de relatos vinculados."
Atribuye el fin de su bloqueo al
 descubrimiento de Edna O'Brien y William Maxwell, quien le dio permiso 
para escribir "sobre la familia y sobre la propia historia, y para 
hacerlo una y otra vez, sin importar lo que la gente diga, y aprender 
cada vez más sobre eso. Una vez dijo que había obtenido todo el material
 que necesitaba a los ocho años de edad, porque en ese momento murió su 
madre."
En O'Brien reconoció "el dolor del amor" con su madre, así
 como una comunidad igualmente sofocante en la Irlanda católica: "algo 
relacionado con la vida de los márgenes del imperio británico, donde se 
habla la lengua pero no se forma del todo parte de ese mundo. Inspirarse
 en O'Brien, dice, "es mucho más reconfortante que inspirarse en Cumbres
 borrascosas. Es el mundo real."
O'Brien también le dio valor para
 escribir sobre sexo. Todo el que conozca a Munro sólo por su reputación
 –madres infelices y solteronas de pueblo- se sorprendería al comprobar 
lo buena que es al escribir sobre el sexo. "Enamorarse, calentarse, 
engañar cónyuges y disfrutarlo, decir mentiras sexuales, hacer cosas 
vergonzosas por un deseo irresistible, hacer cálculos sexuales sobre la 
base de la desesperación social: pocos escritores han explorado esos 
procesos de forma más minuciosa e implacable", escribe Atwood. Al 
escribir sobre la sexualidad femenina, dice Munro, "se  hace algo de lo 
que no se enorgullecerá a nadie. Cuando se escribe se siente la 
necesidad de ir lo más lejos posible. Una siente que está mal, a pesar 
de lo cual no lo lamenta."
Luego llegaron los años 70, y una 
generación más joven derrumbó de la noche a la mañana las normas contra 
las que se habían rebelado adolescentes de posguerra como O'Brien y 
Munro. Pero eso no significó que las mujeres que se habían convertido en
 buenas amas de casa de los años 50 cuando tenían apenas veintitantos 
años no se sintieran inquietas. "A los treinta y tantos años, aún éramos
 jóvenes, y sentíamos que la vida no había terminado. Fue una verdadera 
revolución, tanto para los hombres como para las mujeres. La gente 
empezó a tener aventuras y a pensar que la vida podía ser mucho mejor, o
 diferente." En 1973, el matrimonio de Munro fue una de las tantas 
víctimas de la nueva actitud. "Era lo que había que hacer", dice como si
 tal cosa.
Tenía algo de dinero en el banco y un tercer libro a 
punto de publicarse, pero por primera vez en su vida tenía que pensar en
 ganar dinero, por lo que aceptó un trabajo como docente de escritura 
creativa en la Universidad de York en Toronto. Sólo duró  hasta Navidad,
 porque "no era nada buena en eso. No lo soportaba." La docencia podrá 
haber sido un desastre, pero el traslado al sur de Ontario fue un 
momento decisivo para Munro, tanto en el plano personal como en el 
profesional. En un giro narrativo que parecía salido de uno de sus 
relatos, se encontró con Gerry Fremlin, que había sido editor de la 
revista estudiantil cuando Munro iba a la universidad y era la primera 
persona a la que ella le había enviado su trabajo. Fremlin le escribió 
como admirador, pero a ella le resultó decepcionante que él sólo 
admirara su escritura. Se encontraron en Ontario y "tres martinis 
después", cuenta, ya estaban juntos.
Al final de La vida de las 
mujeres hay un pasaje muy citado y, en retrospectiva, profético: "La 
vida de la gente, en Jubilee como en otros lugares, era aburrida, 
simple, asombrosa, insondable: profundas cuevas tapizadas con linóleo de
 cocina. No se me ocurrió que un día sentiría tantas ansias de Jubilee."
 Más de veinte años después de su escape de Wingham, volvió a Clinton, a
 30 kilómetros de esas "profundas cuevas  tapizadas con linóleo de 
cocina" de su infancia, esta vez a vivir con Gerry en la casa donde éste
 había nacido porque su madre estaba enferma.
A partir de ese 
momento, "volcó su vida en sus relatos", dice Gibson, con la que firmó 
contrató en 1976 y que ha sido su agente desde entonces. "Cuando volvió,
 descubrió que ese era su mundo, y el mundo que iba a informar su 
escritura durante el resto de su vida."
"Amo este paisaje", me 
dice. Gerry, que es geógrafo, la ha ayudado a apreciarlo de nuevas 
maneras. "Empecé a recordar más cosas que habían pasado aquí y creo que 
comencé a escribir relatos más rigurosos." Sus historias se hicieron 
menos personales; su prosa, más simple, mientras que la narrativa se 
volvió más extensa y compleja. Virginia "Ginger" Barber se convirtió en 
su agente internacional a fines de los años 70 y empezó a vender sus 
relatos a la New Yorker.  Los primeros que publicó la revista fueron 
"The Beggar Maid" y "Royal Beatings". Su presencia es ahora tan habitual
 que un par de críticos se han referido a sus relatos de forma algo 
irónica como "relatos breves de clásico estilo New Yorker", populares, 
en opinión de uno de ellos, entre los lectores urbanos "que se preguntan
 cómo era la vida en el campo." Con los años, Barber observó que sus 
temas se fueron ampliando. "No hay tanto énfasis en la relación 
madre-hija, aparecen el amor romántico y sus complicaciones, así como 
los hijos. A medida que su vida cambiaba, también lo hacían sus cuentos.
 No eran necesariamente autobiográficos, sino que reflejaban las 
circunstancias." Cada tres o cuatro años aparecen recopilaciones, que ya
 suman catorce.
Barber también fue responsable de la publicación 
de Munro en Gran Bretaña. A Carmen Callil le entusiasmó la idea de que 
Munro fuera uno de sus primeros contratos al incorporarse a Chatto 
procedente de Virago en 1982: "Ginger me dijo: 'Te tengo un regalo 
maravilloso, la mejor escritora que tengo', y era Alice Munro."
Cuando
 nos encontramos, Munro dice que le preocupa un relato que pronto se 
publicará en la revista Harper's porque piensa que el orden de los 
"segmentos" no es el correcto. "He estado pensando tanto en eso, que 
quiero escribir a Harper's y pedir que me lo devuelvan." Tiene un 
"estilo poco común que pasa por ir de A a M, luego de J a C y después 
hasta la Z. Como por arte de magia, luego todo se integra y adquiere un 
sentido perfecto", dice Gibson, que considera que su principal papel es 
el de "arrancarle cada relato para poder publicarlo." Munro ni siquiera 
tiene una habitación para ella, dice Gibson, y trabaja en un pequeño 
escritorio austero en un rincón de la sala principal ("Gerry suele 
preparar sándwiches más atrás"). "Hay un lugar maravilloso en la planta 
alta de la casa", observa su editora estadounidense, Ann Close, "desde 
el que puede ver el jardín y, más allá, vías de tren y el campo, y es 
ahí donde elabora mucho de sus relatos."
Ginger Barber nunca llama
 antes de las once de la mañana, ya que sabe que es la hora a la que 
escribe. Tiene una foto que atesora, que llegó por correo junto con uno 
de los manuscritos, en la que se ve a Munro sentada en el sofá en 
camisón, despeinada, escribiendo en un cuaderno que tiene apoyado en la 
falda. "El lápiz se desliza por la página." Escribe todo a mano, "tal 
como surge, y luego reordeno, reescribo y reescribo. Me puede llevar por
 lo menos seis meses. Hasta me puede llevar un año. Reescribo una y otra
 vez." Trabaja años en algunos relatos. Con frecuencia transcurren en el
 pasado, y muchos lo hacen en los años 60 y 70 porque "fue el momento 
más turbulento e interesante que viví en el plano personal." Cuando le 
pregunto si está siempre observando a la gente, preguntándose sobre su 
vida y su historia, me contesta con un firme no. "Siempre he tenido 
material suficiente. Tengo siempre material de sobra." Sin embargo, le 
preocupa no seguir el ritmo de la época, no en términos de "poblar" su 
trabajo de cosas modernas (un teléfono celular hizo su primera aparición
 en un reciente relato), sino de la forma en que habita sus personajes. 
"¿Cómo puedo seguir escribiendo si sé tan poco? Es muy poco lo que sé de
 la vida de la mayor parte de quienes tienen en la actualidad menos de 
treinta años. Tengo una idea de cómo es su vida en el plano sexual, pero
 tampoco una idea muy clara."
Tanto sus relatos como su 
conversación reflejan la preocupación por las limitaciones impuestas a 
las mujeres. "Mucha gente me pregunta por qué no he querido ampliar mi 
perspectiva. Me dicen: 'Es tan estrecha, todo transcurre en el lugar 
donde creció.' No dicen que es 'femenino' –nadie se atreve a decirlo-, 
sino que es... personal, y se considera que es algo que podría haber 
superado. Pienso que todo eso es basura, pero eso no impide que 
sienta... ¿por qué no lo hice?"
No pone excusas por el hecho de 
escribir sus relatos en los breves momentos de los que dispone una 
madre. Es su forma de escribir, si bien piensa que puede tener alguna 
relación con saber que siempre podrá terminar lo que empiece.
¿Por qué sus relatos son tan admirados? "Tal
 vez escribo historias con las que la gente se identifica; tal vez sea 
por la complejidad y las vidas que presento. Espero que sean una buena 
lectura. Espero que movilicen a la gente. Cuando me gusta un relato es 
porque tiene un efecto" -se lleva un puño cerrado al corazón- "porque es
 un golpe directo al pecho." La descripción que hace del efecto de "La 
dama del perrito", de Chejov, describe a la perfección el suyo: el clima
 de la historia se nos mete en los huesos.
"Es algo maravilloso 
para mí y algo maravilloso para el cuento", dijo a la fundación Nobel 
luego de que se le otorgara el premio. "Suele minimizarse (el cuento) 
como algo que la gente hace antes de escribir una novela (...) Me 
gustaría que pasara a un primer plano sin ningún tipo de ataduras."
El
 domingo 21 de agosto de 2011 un tornado azotó Goderich y demolió varias
 de las viejas construcciones. Bailey's fue uno de los lugares más 
afectados. "Un caso de desaprobación divina", bromeó Munro. Un accidente
 extraño, una tragedia personal; todo podría salir de las páginas de un 
relato de Munro, entre otras cosas la estructura, así como la vergonzosa
 demora entre mi entrevista y su publicación. "Me gustan los hiatos; en 
todos mis cuentos hay hiatos", ha dicho Munro. "Parece ser la forma en 
que se presentan las vidas de la gente."
Traducción de Joaquín Ibarburu