Agustín Márquez: «Me atrevería a decir que leer es una forma de vivir»
Narrada en primera persona, con un estilo directo y voluntariamente aséptico, dicen desde la editorial Candaya, La última vez que fue ayer tiene algo de crónica íntima de unos de esos barrios periféricos de nuestras ciudades, castigados por la miseria, el deterioro y la violencia. El autor de esta novela es Agustín Márquez.
—Disculpa si soy demasiado directo, pero… ¿Cómo te has enfrentado a la escritura? No me refiero al enfrentarse a la página en blanco, sino al hecho de atreverse a «hacer literatura».
—Nunca he tenido la sensación, o al menos no lo recuerdo, de tener que dar el paso de decidirme a escribir literatura. Hubo un momento, hace ya varios años, en el que empecé a escribir porque necesitaba plasmar ideas que tenía en la cabeza sobre el papel, porque por entonces escribía en papel. Por eso este atrevimiento ha sido algo espontáneo.
Lo que sí me ha costado es hacerme a la idea de que al publicar iba a estar expuesto, y eso para mí ha sido complicado porque soy una persona bastante introvertida y además no me gusta hablar de mí, de hecho, en la novela, una de las primeras cosas que tenía clara es que la novela no iba a hablar sobre mí, no iba a ser una novela autobiográfica.
—Lector, bloguero, editor y ahora autor. Eso sí es dedicación o vocación literaria, ¿no?
—Creo que la verdadera vocación es la de lector, incluso me atrevería a decir que una forma de vida, no podría vivir sin libros, sin leer. Al final cada una de estas condiciones, la de lector, bloguero, editor y autor, cubren cierta necesidad en esta vida junto a los libros: uno lee porque a veces necesita escapar; crea un blog porque necesita hablar con los demás lectores sobre los libros que lee; edita porque quiere compartir con otros lectores libros y autores que considera que vale la pena ser leídos; y escribe porque necesita contar algo.
—¿Qué ha supuesto ver publicada tu primera novela cuando normalmente estás al otro lado, en el de la lectura, análisis y valoración de un texto?
—Lógicamente es una gran alegría, me siento muy afortunado de ver publicado un texto escrito por mí. Por otro lado me siento algo extraño, ya que, como decía antes, me cuesta hablar de mí, me cuesta aceptar algunos elogios, quizás porque siempre he estado más acostumbrado a recibir y aceptar críticas. Y por otra parte, es curioso ver tu libro junto a otros grandísimos escritores, porque uno no deja de ser un liliputino junto a gigantes.
—Háblanos de La última vez que fue ayer
—Como he comentado antes, cuando empecé a escribir la novela tenía dos cosas claras: no iba a hacer autoficción, es decir, no iba a hablar de mí; pero lo que tenía claro es que iba a situar la novela en algún espacio y un lugar que conociera, ya que de algún modo me iba a dar seguridad. Por tanto, de mí hay poco en la novela, casi nada; ahora bien, de mi barrio hay mucho. No hay ningún personaje que sea exactamente alguien de mi barrio, pero el espacio sí es muy similar al barrio en el que he crecido.
-Una de las características que más me han impresionado de la novela es su planteamiento, alejado de la estructura clásica. A veces, me recordaba a la forma de escritura de un Pablo Gutiérrez, por ejemplo. ¿Qué aspectos te interesan más de la literatura como autor/escritor?
—Me interesa la literatura que plantea preguntas, la que de alguna forma tiene cierto pacto social. No pretendo hacer literatura social, pero sí creo en la literatura que plantea cuestiones sobre lo que nos ocurre como seres humanos que viven en sociedad.
—Antes de que la novela haya llegado a muchas librerías, se ha anunciado ya una segunda edición. No es éste un dato baladí. Sabiendo que tu respuesta será «no», debo preguntar: ¿Podrías haber imaginado que algo así llegara a suceder?
—Pues, como dices, desde luego que no lo esperaba, de hecho, todavía no me lo creo. Lo único que puedo decir y que quiero decir en voz alta es que estoy muy agradecido a todas las personas que han creído y creen en este libro, puesto que si esto ha ocurrido es por las personas que han confiado en él.
—¿Qué ha supuesto que una editorial como Candaya confiara en tu novela y decidiera publicarla?
—Al principio pensé que era un lujo que una editorial como Candaya, que hoy en día tiene un catálogo de autores en lengua castellana envidiable, fuese a publicar la novela. Pero a medida que iba comentando a las personas que iba a publicar mi novela Candaya me decían: "Si la publica Candaya seguro que es buena". Así que llegó un momento en el que ya no pensaba que era un lujo que Candaya publicase la novela, sino que era un honor, porque está claro que hoy en día Candaya tiene un prestigio que, viéndolo como editor, es dificilísimo conseguir, de hecho, es a lo que toda editorial aspira, a tener un prestigio gracias al cual los lectores confían en lo que publicas. No lo he dicho antes, pero está clarísimo que el hecho de que la novela vaya por la segunda edición es culpa de Candaya. Además, trabajar con la familia Candaya, porque son una familia, es muy fácil, son unos grandes profesionales y unas magníficas personas.
Poder compaginarlo con mi trabajo y La Najava Suiza es mérito de mi pareja sobre todo; y por supuesto, también es gracias a Bárbara y Pedro, que son las otras dos patas de La Navaja Suiza. De momento, mientras ellos me aguanten, podré seguir compaginándolo.
-Luis Rodríguez, lector, escritor y amigo, siempre me insta a que pregunte a mis entrevistados qué están leyendo en el momento de hacerles la entrevista. Así pues, ¿qué está leyendo Agustín Márquez? ¿Qué nos recomendarías?
—Ahora mismo estoy leyendo un par de libros. La llama, de Arturo Barea, el tercer libro de la trilogía de La forja de un rebelde, y del que creo que no hace falta decir demasiado; por otro lado estoy releyendo el libro de relatos de Eduardo Ruiz Sosa, Cuántos de los tuyos han muerto. A Eduardo posiblemente muchas personas le conocen por la novela Anatomía de la memoria, una novela que, en mi modesta opinión, podría formar parte del catálogo de cualquier editorial, pero está en Candaya, ¡por algo será! Del libro de relatos de Eduardo me interesan mucho más allá de las historias, el estilo y el ritmo de los relatos. Bien, hay un tercer libro, pero tampoco quería hacer publicidad gratuita, estoy releyendo el próximo libro que publicamos en breve en La Navaja Suiza, Rey de gatos, de Concha Alós, un libro de relatos que la autora escribió en 1972 y cuyo estilo es muy cercano a los de Mariana Enríquez.
Agustín Márquez. Aquel olor olvidado, por Óscar Brox
4 septiembre, 2019 por Óscar Brox
En paralelo a la explotación comercial de la nostalgia, de la EGB, de las J’Hayber o de los chicles Boomer, queda ese poso de amargura, también llamado madurez, que se esfuerza en pensar el pasado sin tenerlo por una arcadia irrecuperable. La gentrificación existía en los 80 (y a finales de los 70, también) y su velocidad de transformación ha erosionado tanto lo material como, sobre todo, lo sentimental. Adiós a barrios, edificios y comercios, carreteras que necesitan asfalto y extrarradios que parecen planetas a años luz del centro de la ciudad. Hola a la comodidad, a las plantillas urbanas que reproducen un modelo mientras desdibujan los rasgos de pertenencia a un lugar. Tus vecinos ahuecan el ala y tú ya te has olvidado de cuándo y, fundamentalmente, de por qué lo hiciste. Así que regresas, un poco como un turista, para ver lo que se cuece entre fincas destartaladas, obras congeladas y rostros deprimidos que fantasean con todos esos futuros que el tiempo se ha encargado de cancelar.
Para Agustín Márquez el barrio es un conglomerado de rostros, voces y gestos, de rutinas empastadas entre fincas feas y vidas tristes. Un barrio de letras, como las de los chicos que van de la A a la D; o las de ese sonido, clic-clac, que acompaña al encendedor. Un barrio que, a ratos, se lee a toda velocidad, cada vez que su autor embiste, desde la escritura, los recuerdos de un pasado casi perdido, y que también encalla cuando toca detenerse en las heridas de sus protagonistas. En los accidentes y los suicidios, en la búsqueda de una causa y, en fin, en la necesidad de un motivo. Porque el tiempo pasa, más aún en una narración breve, y nos deja con la sensación de hacernos mayores sin saber el porqué.
Uno de los aspectos que destaca en La última vez que fue ayer es ese ritmo incesante, a través de juegos de lenguaje y de un estilo veloz, que prácticamente nos precipita de una acción a la siguiente. Quizá es porque imaginamos la memoria como una biblioteca compacta de hechos y fechas y, sin embargo, la realidad es que se trata de un trastero destartalado en el que lo que sucedió antes de ayer brilla tanto o tan poco como lo de hace quince años. Sin jerarquía. Sin control. Quizá, también, porque Márquez hace con ese barrio, con aquellas vivencias pasadas, lo que un cineasta con un travelling, acompañando y coloreando cada anécdota con el matiz requerido para que no se olvide, dejando que el choque, casi el atropello, entre tantas voces construya el tapiz de un tiempo perdido. De una época de hermanos mayores y amigos del alma, de pandillas que aún no se han descompuesto y familias en proceso de desarticulación, de vecinos extraños y profesores gilipollas, en la que te sabes hasta el nombre del quiosquero y caminar en cualquier dirección augura un trayecto tan largo como de aquí a China.
Y eso que el de esta novela es paradójicamente corto, apenas unos años que acompañan el dolor por el hermano muerto y la necesidad de expresarlo de alguna manera cuando la realidad se empeña en dictar que todo cambia, que nada permanece. Que hasta el olor se disipa como el humo y solo queda el dolor, esta vez físico, de unas axilas llenas de ampollas de tanto desodorante que has gastado. Que la tristeza también puede ser, pese a todo, tragicomedia, y que bajo el asfalto yacen los que ya no están. Esos cuyos gestos, cuya añoranza, cuya melancolía prematura, intentamos trazar en lo poco que de familiar queda en el barrio.
No creo que La última vez que fue ayer trate sobre la necesidad de recordar, porque al fin y al cabo todos lo hacemos de alguna manera; sí, en cambio, creo que narra su importancia, casi su anhelo. Los 80 pueden ser los de Parchís o los de la explosión del caballo, la década prodigiosa para los nostálgicos más babosos o aquel tiempo incierto en el que una reformada democracia trataba de dar sus segundos balbuceos. Creo que Agustín Márquez es consciente de esta disyuntiva y sabe fintar las numerosas cucharadas de cultura popular momificada para afear lo bonito y embellecer lo feo, que en cierto modo es lo que todos hacemos con nuestras memorias. De ahí que su visión de un barrio en plena descomposición emocione en sus pequeños gestos, en esos rasgos personales que conceden viveza a un retrato acelerado de un pasado muerto. De ahí que sus personajes, que cualquiera diría esquemáticos, desplieguen un abanico de historias, anécdotas y cosas reales que reconectan con eso que pensábamos cuando vivir y morir no tenían una importancia especial. O, mejor dicho, cuando nos empezábamos a percatar de la importancia especial de todo eso.
A menudo se dice de Patrick Modiano que se dedica a excavar literariamente en los barrios de París en busca de esas voces fantasmales de su vida. Para describir la novela de Márquez se podría utilizar una fórmula parecida, acaso con mayor acento crítico con las formas con las que se ha gestionado el paso del tiempo. Si hay tanta velocidad en las palabras de La última vez que fue ayer es, precisamente, porque uno teme que en cualquier momento dejen de importarnos, como tantas otras cosas del pasado; que se conviertan en objetos o en sucursales gentrificadas de alguna marca de alimentación. En cualquier cosa menos en lo que fueron. Y, al final, lo único que piden, más que compasión, es que alguien las escuche. Antes de que venga alguien y les quite la importancia que merecen. Esa poca vida que la escritura se ha encargado de devolverles.
Fuente: Detour