martes, 23 de enero de 2024

La hoja roja, de Miguel Delibes

La hoja roja

Situémonos, para empezar, en esa noche en que se jubila Eloy, el anciano protagonista de la novela. Tras medio siglo de trabajo en el Departamento de Sanidad, el festejo que organizan ante su marcha es bien poca cosa, sobre todo si se advierte el desinterés de quienes asisten a él. Tras el adiós, previsiblemente, llega el vacío, la sensación de ausencia, y sobre todo, la idea de que las manecillas del reloj no han de seguir girando por mucho tiempo. Ese periodo, todo sea dicho, es particularmente intenso y decisivo para Eloy, cuya única compañía fiel es Desi, la joven pueblerina que le atiende en las tareas domésticas. En torno a este par de personajes deambulan otros de no menor interés: Leoncito, el hijo desagradecido y egoísta; Isaías, amigo de Eloy; y Picaza, el violento bribón con quien Desi pretende casarse y que acabará en la cárcel. Al final, puesto que la soledad incumbe tanto al viejo protagonista como a su criada, él le hace una propuesta que puede atenuar el desconsuelo: un matrimonio de conveniencia, sin otro fin que buscar el beneficio común; esto es: la compañía para Eloy y el hecho de que, a la muerte de éste, ella reciba la pensión de viudedad. Al fin y al cabo, cuando el jubilado plantea ese propósito a Desi, le confiesa algo que resume toda la enjundia de la novela: «Tendrás estorbo por poco tiempo, hija. A mí me ha salido ya la hoja roja en el librillo de papel de fumar» (Los estragos del tiempo, ed. definitiva de El camino, La mortaja y La hoja roja, col. Mis libros preferidos, vol. i, prólogo de Giuseppe Bellini, Barcelona, Ediciones Destino, 1999, p. 474).

A pesar de que hoy figura entre los títulos que han de ocupar cualquier biblioteca de literatura española contemporánea, La hoja roja llegó al público tras curiosas vacilaciones. Cabría resumir tales dudas reproduciendo esta carta fechada el 14 de febrero de 1959, y remitida por Delibes a su editor, Vergés. «Me da la impresión —escribe— de que La hoja roja no te ha llenado. Yo, en mi perpetua vacilación, no sé ya qué pensar del libro. He meditado sobre el título. Sospecho que la dificultad tuya proviene de la cuestión personal que tenéis los catalanes con la “jota”. Para un castellano, la cacofonía deliberada no le va mal, incluso puede ser un aliciente. De todos modos, he pensado que La antesala o La sala de espera, resume también la idea del libro» (Miguel Delibes, Josep Vergés, Correspondencia, 1948-1986, Barcelona, Ediciones Destino, 2002, p. 178).

A pesar de que la síntesis que ofrecíamos más arriba puede dar la idea de que se trata de una narración angustiosa, muy inspirada en el desarrollo de la pesadumbre del jubilado, lo cierto es que el tono de la obra desmiente esa sospecha. Como ya dijo Edgar Pauk, el significado de la pieza quedaría destruido de haber en ella amargura. Lo mismo en su inicio y desarrollo que en el inesperado remate, es la ausencia de aflicción «lo que caracteriza a la Desi y Eloy, ambos víctimas de vidas y eventos difíciles y tristes, pero ambos personajes llenos de calor humano y de positiva vitalidad, quienes al final pueden juntar sus dos calores para calentarse mutuamente» (Miguel Delibes. Desarrollo de un escritor, Madrid, Editorial Gredos, 1975, p. 71).

Como en todas sus demás obras, el escritor vallisoletano nos hace ver el conjunto de cualidades de cada personaje a través del modo que éste tiene de expresarse. Es verdad que en la mayoría de los diálogos el punto de tangencia con la auténtica oralidad del pueblo es un elemento obvio. Pero no es menos cierto que ese afán realista, cuyo valor ha sido destacado por su riqueza estilística y su minuciosidad, tiene un profundo valor humano, pues arrastra episodios de enorme emoción. «Los personajes de Delibes —escribe Francisco Umbral— están siempre presentes porque hablan como son, se definen por lo que dicen y, sobre todo, por cómo lo dicen. Yo creo más en el significante que en el significado. Opino que lo que configura una novela es el significante, más que el significado. Y el significante es riquísimo en Miguel Delibes. Y con ello consigue, precisamente, lo que yo llamaría un realismo convencional, que eso es para mí el arte» 

(«Drama rural, crónica urbana», en Miguel Delibes. Premio Letras Españolas 1991, Madrid, Ministerio de Cultura, Dirección General del Libro y Bibliotecas, Centro de las Letras Españolas, 1993, p. 71)

fuente: Cervantes Virtual  

 

Monográfico Delibes: La hoja roja o la cotidianidad como materia novelable

El 7 de febrero de 1897, en su discurso de entrada en la Real Academia Española, exponía Pérez Galdós su concepción del arte de novelar, consistente en «reproducir los caracteres humanos, las pasiones, las debilidades, lo grande y lo pequeño, las almas y las fisonomías, todo lo espiritual y lo físico que nos constituye y nos rodea; el lenguaje, que es la marca de raza, las viviendas, que son el signo de familia, y la vestidura, que diseña los últimos trazos externos de la personalidad: todo esto sin olvidar que debe existir perfecto fiel de balanza entre la exactitud y la belleza de la reproducción». O lo que se resume en «novela como imagen de la vida: La sociedad presente como materia novelable» era el núcleo de su disertación.

Miguel Delibes ingresó también en la RAE el 25 de mayo de 1975 con un discurso, que parece haber ido ganando relevancia con el tiempo, sobre El sentido del progreso desde mi obra, en el que «reivindica un progreso con rostro humano» y el respeto a la naturaleza, «porque un progreso competitivo, donde impera la ley del más fuerte, dejará ineluctablemente en la cuneta, a los viejos, los analfabetos, los tarados y los débiles, (…) y nuestro progreso despiadado ha roto este equilibrio con otros seres y de unos hombres con otros hombres».

En gran medida la novelística entera de Miguel Delibes (también en ella imagen de la vida es la novela), se corresponde con estas constantes de pensamiento. Y con la reivindicación de lo humano, sobre todo en los perdedores de la sociedad, en un tiempo de globalización avant la lettre que en su imparable proceso de impuesta uniformidad de valores y formas de vivir, barre lo propio, lo subjetivo, lo pequeño, lo diferente, como advertía ya Pérez Galdós en su discurso académico: «Lo poco que el pueblo conserva de típico y pintoresco se destiñe, se borra, y en el lenguaje advertimos la misma dirección contraria a lo característico, propendiendo a la uniformidad de la dicción, y a que hable todo el mundo del mismo modo. Al propio tiempo, la urbanización destruye lentamente la fisonomía peculiar de cada ciudad; y si en los campos se conserva aún en personas, y cosas, el perfil distintivo del cuño popular, este se desgasta con el continuo pasar del rodillo nivelador que arrasa toda eminencia, y seguirá arrasando hasta que produzca la anhelada igualdad de formas en todo lo espiritual y material».

En la cuneta de una vida que avanza diferente a su paso y su mundo personal parecen ir quedándose un viejo (Eloy) y una muchacha de servir (Desi) que bullen en la 7ª novela de Miguel Delibes, publicada en 1959, La hoja roja. El viudo viejo Eloy lo percibe muy pronto, a partir del día de su jubilación como funcionario municipal en las oficinas del Servicio de Limpieza. A decir verdad, recordaba ya de tiempo atrás lo que reiteraba un amigo suyo, «aquella cosa tremenda de que la jubilación era la antesala de la muerte». Y tras su pequeño homenaje de jubilación con sabor a retiro, y retirada, a echarse a un lado a los 70 años, después de 53 de servicio, insiste muy consciente de ello: «A mí me ha salido la hoja roja en el librillo de papel de fumar, eso es. (…) Quedan cinco hojas».

Entre ese momento de llegada al retiro y el momento en que, en el cierre del relato, convierte en heredera de su pequeño patrimonio a su criada Desi, («el día de mañana estos cuatro trastos serán para ti»), tras confesarle: «Tendrás estorbo para poco tiempo, hija. A mí me ha salido ya la hoja roja en el librillo de papel de fumar», existen, en efecto, cinco hitos de retirada en una vida cotidiana sin relieve, que marcan el declive del viejo Eloy, al igual que las cinco últimas hojas de papel que le quedan en el librillo, tras la roja, al fumador de tabaco de liar. La novela en sí, bajo la metáfora de su título, es esto: el relato de la vida cotidiana en su tramo final, en una ciudad media, de un anciano, viudo y sin familia (su único hijo vive alejado en Madrid), al que acompaña una muchacha salida del pueblo a servir en la ciudad.

El argumento, a priori, puede ser calificado de intranscendente, débil, inatractivo, (no pasa nada, o muy poco), quizá tendente a una sucesión de cuadros de costumbres, anécdotas de poco interés y algunos lugares comunes. Casi hasta puede uno pensar en asociarlo con viejas películas de género cómico de Gracita Morales o de Paco Martínez Soria; o con radionovelas o telenovelas de escaso interés. La grandeza de la novela parece no residir, pues, en la fuerza de la trama, en la creación de un entramado de conflicto, nudo argumental y generación de expectativas de desenlace del mismo. Su fuerte reside, en efecto, en el modelado de los personajes y su circunstancia como de progresivo desamparo y alejamiento social: por declive físico y decadencia relacional a todos los niveles, en el caso del anciano; y por derrumbamiento y fracaso de ilusiones y expectativas, en el caso de la criada Desi. Parece cumplirse, pues, también en esta obra aquella afirmación del autor: «Sencillamente he poblado mis libros con unos tipos tan definidos desde el punto de vista humano que harían creíble la más absurda peripecia».

Sin embargo, y pese a haber sido escrita en 1959 y reflejar fidelidad a las formas de vida, mentalidad y gustos de aquella España, La hoja roja sigue siendo leída hoy con interés, debido, quizás, a ese carácter de imagen de la vida humana. Nos asomamos en ella a la épica de lo cotidiano, habitualmente tan alejado de la gran novelística, más proclive a la épica heroica: frente a personajes de un cierto corte exitoso, triunfador y admirable, el protagonista de La hoja roja, así como su acompañante femenina, parecen cortados con tela del antihéroe, de los secundarios alejados de la ficción novelesca, cuya vida está configurada por lo minúsculo, lo inadvertido, lo menor. ¿Cabría, en consecuencia, pensar que Delibes está proponiéndonos otro modo de lectura de su obra y de acercamiento a la realidad? ¿Pretende sin más una fotografía fiel de la realidad o, como en la obra del pintor Antonio López o los fotógrafos Alberto Schommer, Cristina García Rodero o Sebastião Salgado, por ejemplo, con sus personajes secundarios y la cotidianidad de sus vidas está persiguiendo ofrecer al lector una imagen del alma, una fotografía de la psiche, de la humanidad de estos individuos? Al restar fuerza y grado de interés a la acción, ¿se nos está orientando a considerar, tras el detalle, el pulso narrativo contenido, la descripción ajustada, la palabra expresiva y reveladora en el diálogo, el lenguaje sentencioso y escueto, el comentario y la valoración de coactantes, quiénes son y a reparar en cuánto de nosotros (o de nuestra propia familia) hay en el perfil de humanidad de estos personajes de ficción?

La vida cotidiana de Eloy y Desi aparece configurada por un conglomerado de acciones y costumbres hogareñas rutinarias, manías e intereses particulares, escasos momentos de espacio exterior, anécdotas del pasado, memorias de conversación: con sus compañeros de trabajo y amigos él; y ella, con sus compañeras, las criadas de la vecindad; evocación de infancia, poco feliz, (él, huérfano de padre; ella, de madre) y adolescencia, en la ciudad él, ella en el pueblo; recuerdos de la familia viva y fallecida. La vertebración de este acopio de momentos viene constituida por la secuencia vital (a la inversa, por cierto) de ambos personajes: la línea del tiempo de Eloy parece declinar, ir del más al menos, decrecer: del retiro de la vida activa como funcionario municipal al momento final de su vida. La del tiempo de Desi parece progresar, ascender, crecer: del menos de su infancia y adolescencia en el pueblo, (con madrastra desafecta, sin educación y con estrecheces económicas, sin expectativas de futuro mejor) al más, (mejor vida en la ciudad, gana dinero, aprende a leer y escribir, elabora su ajuar, tiene fundadas expectativas de un matrimonio estable y vida mejor). Las dos secuencias vitales convergen en el establecimiento final de vínculo afectivo de conveniencia para ambos: él, próximo ya a su punto final; y ella, frustradas sus expectativas de amor y matrimonio (preso su novio por un crimen cometido en una casa de perdición y desfondada ella moralmente), acceden a una convivencia como en familia, superando la mera relación laboral señor-sirvienta

Sobre esa disposición narrativa de doble línea, (la narración se centra primordialmente en el anciano en los caps. I, V, VII, X, XIII, XVII, XVIII, XX), en la sirvienta, en los caps. II, IV, VI, IX, XII, XIV, XVI, XXI), y en la vida en común, relatada preferencialmente los caps. III, VIII, XI, XV, XIX, XXII), el narrador va incorporando, con reconocida habilidad, algunos elementos costumbristas y peculiaridades locales e individuales, en un relato no exento de humor: vida y fiestas del pueblo, escenas del mundo laboral, hipérboles festivas, latiguillos o giros idiomáticos recurrentes y ocurrentes, manías, filias y fobias.

¿Qué se percibe bajo todo este entramado narrativo? Pues a dos personas muy solas y solo a medias pertenecientes a su tiempo actual: su cotidianidad incorpora con mucha fuerza y como en un intento de superación de la vivencia de soledad vital, la presencia permanente de la memoria, personal y social, del recuerdo del pasado en cuanto a personas, episodios y momentos vitales; su pasado convive con ambos y se lo entregan mutuamente también. El relato retrospectivo ocupa gran parte de sus vivencias y de sus conversaciones.

El presente, sobre todo en el caso de Eloy, viene a tener, progresivamente, mucho menos interés. Y futuro parece no existir ya para él: «Tendrás estorbo por poco tiempo, hija».  Él es un ser en retirada, como reitera con su latiguillo «a mí me ha salido la hoja roja en el librillo de papel de fumar, eso es». Consecuencia de ello, ha de ser un progresivo ensimismamiento, de consciente ajenidad con respecto a la realidad presente: el cartero no trae la esperada carta del hijo, su amigo Isaías se le va, siente cada vez más frío, la próstata comienza a darle guerra… «Mientras la nieve se descolgaba, el viejo Eloy pensó que la vida es una sala de espera y que, como en las salas de espera, hay en la vida quien va de la Ceca a la Meca para aturdirse y olvidarse de que está esperando. (…) Un día se le ocurrió pensar que los viejos se ponen al sol porque ya llevan el frío de la muerte dentro. La depresión que en su ánimo pudieran producir estos pensamientos se compensaba por la creencia de que eran unas ideas lúcidas e inteligentes».

En realidad, en todo momento es muy consciente de que le han salido, ha consumido ya cuatro de las cinco hojas del librillo de papel de fumar. Nótese la gradación de intensidad en el afecto que supone cada una de las pérdidas: la primera, sus compañeros de trabajo lo han dejado de lado y tratado con desaire en su única visita; la segunda, al óptico Pacheco, amigo y presidente de la Sociedad Fotográfica, le incomodaban y estorbaban sus visitas: Eloy no vuelve porque molesta, y se da de baja en la Sociedad; la tercera, su mejor amigo desde la infancia, Isaías, ha fallecido, con un tremendo impacto para Eloy que marca el momento climático de su declive; la cuarta, su única familia, su hijo Leoncito y Suceso, su esposa, a quienes visita en Madrid (y que realmente están ya al margen de la existencia de Eloy), lo reciben con frialdad, lo tratan sin afecto y a ratos con desaire («¿Por qué los viejos no se bañan, Leo? Tu padre tiene ese olorcillo característico de la gente humilde, oye comentar a su nuera Suceso»), y lo despiden con alivio y sin pizca de cariño: «Su nuera lo acompañó a la estación, pero al despedirle le dijo Eloy y no padre como él deseara»). Le queda la última hoja, la de su final, no muy lejano.  

Y en el caso de Desi, a medida que va haciéndose a la ciudad, va echando fuera el pueblo y su tiempo y su envoltorio, como le recomienda su amiga Marce. Pero su crecimiento moral, su aprendizaje de leer y escribir, su esperanza de llegar a ser novia de El Picaza, conseguirlo, e incluso pensar en firme en boda y en asentamiento definitivo en la ciudad, se desmoronará con el tremendo final de su novio que, ofuscado por su mala veta, comete un asesinato a la puerta de un prostíbulo, que «¿qué se te había perdido a ti donde esas mujeres, Picaza, di? ¿Qué pintabas tú allí?». La expectativa de un futuro mejor de Desi parece haberse derrumbado con ese episodio que marca su desengaño, la frustración de sus ilusiones y esperanzas de futuro. O, como poco, perdida la relación con sus amigas sirvientas de la vecindad, sola en la vida, le cabe pensar en una vuelta a empezar por la solidaridad del viejo que la acoge, la lleva al cine, le da esperanzas y la invita a ahogar juntos sus penas con reiteración de salidas al cine e incluso a cenar para celebrar la llegada de la primavera como en nochebuena, los dos en la cocina y con un vino embotellado de la tierra. Y con su confesión de afecto paternal y el ofrecimiento de convivencia en familia parece reabrirle la puerta de un presente con sentido y la esperanza de un futuro mejor con la promesa de herencia de sus escasos bienes.

Cierra así Miguel Delibes su novela con la elegancia moral de la generosidad de Eloy en la aceptación serena de un final no lejano y la reconstrucción de la esperanza de un futuro para Desi. Y con una especie de justicia poética para ambos: la vida de Eloy concluirá confortada por el cuidado del afecto de su sirvienta-hija; y Desi estará en condiciones de superar su soledad y desesperanza con el afecto y el beneficio material de la herencia del anciano-padre, importante, sin duda, para una huérfana en desamparo y en un mundo en el que nada le fue fácil.

La hoja roja cierra así, con esta última hoja, de ejemplaridad moral y sugerencia de superación de la soledad y el desamparo mediante un amor de benevolencia y ternura, (el amor al prójimo, como gusta decir el autor), el librillo del papel de fumar, lúcida metáfora del librillo de la vida humana.

fuente:  homosapiens

 


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