lunes, 8 de febrero de 2021

Kepa Murua, varios

 

Sobre el fenómeno poético

El poeta que no escribe escuchando su voz es un hombre acabado. El hombre que habla con las palabras de otros es un calco de su derrota. El poeta que piensa solo en poesía cuando habla es un simulador que no sabe cómo colocar sus manos, el hombre que cierra los ojos es la imagen del sueño descubriendo su propia derrota. El poeta que quiere ser a todas horas poeta es un hombre mezquino tras un sendero de falsos prestigios. El hombre que solo a veces se siente poeta es igual de mezquino, pero se sabe a salvo cuando descubre el pensamiento en fragmentos que retratan su vida con descaro. ¿Por qué quieres escribir de la soledad cuando no amas? ¿Por qué hablas de la vida si hace tiempo que estás muerto? El poeta que mira a otro lado es un libro abierto con la cobardía de su tiempo. El poeta que mira con los ojos abiertos encuentra al hombre midiendo el tiempo y la vida que se vislumbra a cada paso. El poeta que persigue su voz con el error de su sentimiento verá la luz aunque le llegue el silencio. El hombre que se retrata en silencio conocerá su afonía y su lamento, un grito que la poesía llenará de eco en cualquier momento. ¿Por qué entonces se huye del hombre como se huye de la poesía? ¿Por qué la poesía finalmente muestra la felicidad que no acontece? El que no escucha al poeta es un cuerpo a la deriva.

Fragmento del ensayo La poesía si es que existe, Calambur 2005.

 

El día que muera

El día que muera
no me enterréis con los míos,
dejadlos en paz.

Dejad a los Aurizenea con su timidez y su belleza
alzarse sobre una colina
con el apellido a cuestas.

Dejad a los Murua descansar por fin
con su inteligencia
y sus ojos ruidosos.

Dejad a mis amigos en su descanso.
A mis enemigos, dejad que sus huesos
les coman los gusanos.

Disfrutad de la fiesta el día que muera.
Prohibid exequias, negad mi buen nombre,
bebed un vaso de vino.

Leed algo, quizá un poema, pero no mío.
Y ahuyentando mi memoria
con una bengala detrás del horizonte, olvidadme.

Aventad mis cenizas el día que muera
en un círculo hecho silencio.
Ese día descansad y dejadme.

Y si alguno de vosotros llora
decidle que si es triste el recuerdo
la vida mereció la pena.

© Del libro No es nada, Calambur 2008, Amazon 2019.

Los sentimientos somos nosotros

Los sentimientos somos nosotros
y alguna vez son los demás.
Pero el amor es ese cuchillo
que solo a nosotros nos hace daño
mientras su fuerza rodea al mundo
con su manto de bondad.
Los sentimientos infundados
sobre la sospecha mientras el amor
se desenvuelve ajeno
a lo que nos pasa
y se confiesa como ese beso entregado
a las profundidades de un espejo
donde aparecemos desnudos
con las arrugas del cuerpo
y el rostro tras el tiempo detenido
de las palabras inconfesables.
También los miedos son así: son nuestros
y algunas veces, de otros.
Pero el amor sustituye al deseo,
su inconformidad más latente.
En una noche hermosa
donde el hombre espera a su amada
y esta no vuelve.
En una mañana de lluvia
donde la amada quisiera darle un abrazo
y el mundo se vuelve esquivo
y lo que se ve por la ventana
parece un mar plano y duro
como el suelo de cemento
en una ciudad deshabitada.
Los sentimientos como barcos a la deriva
en una cocina a fuego lento en nuestra casa.
Y alguna vez, a lo lejos, en la de los demás
como navegantes minúsculos
que parecen puntos negros
que juntándolos más tarde
hacen del aire un cuerpo unido
que nos sostiene en la duda
con una fatídica pregunta:
¿son verdaderos los sentimientos?
¿Nos engañan si los vivimos en silencio?
Otra vez lo que ven los ojos,
lo que se siente y lo que se dice.
En medio, el silencio
como la única verdad
que nos ata al mundo
como eso que sentimos propio
y ese amor ajeno que se nos escapa.

© Del libro Ven abrázame, editorial Amargord, 2014.

Lo más difícil

Encontrar un camino no es sencillo cuando todos los senderos han sido analizados con lupa y los atajos observados y marcados previamente. Un camino, además, difícil y largo, más tortuoso no es recomendable. La escritura concierne a la vida que mantiene intactos sus límites. El individuo ve cómo sus sueños no solo no se realizan, sino que suponen una carga más que añadir a sus frustraciones. La escritura nos salva de la quema en una primera instancia, pero en su devenir nos exige más de lo que podemos dar. Nos exige esfuerzo sin recompensa, dedicación sin remuneración, una concentración total sin tiempo para semejante entrega. Nos exige el tiempo de la realidad que nos transforma, así como el de la verdad que hemos de mostrar, con tiento, ante los demás que nos observan.

La escritura no es ese escribir porque sí, ese juntar palabras hasta colocar un sujeto, un verbo, un predicado y un punto. Es moldear con tiempo la frase completa. Es dotar de espacio la narración sentida, de silencio el verso, de melodía el poema, de conocimiento el diálogo preciso. De aire toda su existencia. El individuo asiste perplejo a la vida de la misma manera que el niño se sorprende por todo. La sorpresa de la literatura no estriba en el asombro por lo perdido, sino en la maravilla de crear un mundo desde la incertidumbre que imponen la duda y la nada que en un principio se constatan en la página en blanco.

Pero el tiempo no nos concede muchas oportunidades para realizar una escritura que domine toda una biografía y una narración que cuente nuestros pasos. El tiempo de la escritura es otro, te envuelve, te embarga, te domina y no te da nada a cambio. Nada más que una soledad extrema donde la realidad se confunde con el engaño y la verdad con la historia que nunca se ha contado. Esa es la magia de la literatura, el truco de un camino que parecía tortuoso y, en realidad, es imaginario. Imaginamos así un mundo nuevo en cada párrafo, constatamos su fragilidad en cada diálogo, observamos su indiferencia en cada relato, la indiferencia del proceso y, sin embargo, hagamos lo que hagamos, pensemos como pensemos, nos va la vida en ello.

Mi madre

A mi madre le gustaba
mirar por la ventana.
Podía pasar horas y horas
con los ojos hacia dentro
mirando a la calle.
Cuando yo volvía de la escuela
ella estaba allí por la tarde
mirando como si no viera nada.
Tantos días, con una sillita
cerca del balcón hacía macramé
tejiendo y moviendo los dedos
con las gafas que se le caían de la cara.
Eso del macramé es como la poesía:
tejer y destejer hasta dar
con el sentido de la vida.
Y luego me decía:
estoy perdiendo vista, hijo mío.
Como yo hoy, que la estoy perdiendo
por no ver nada de lo que me pasa.


Mi madre iba para soltera.
Nació en un pueblo pequeño de la montaña
llamado Aia, de donde se ve el mar.
Un pueblo que en la guerra visitó Franco,
a quien mi tía Alicia entregó un ramo de flores.
Mi tía era como Sophia Loren
pero mi madre también era muy guapa.
Tenía esa belleza que mira para dentro
con ojos oscuros como piedras
que crecen debajo de una virgen
que uno encuentra en su camino.
Como lo hizo mi padre más tarde
casi por la cara. Luego vinimos nosotros:
mis tres hermanas, Marijo, Belén, Yolanda
y yo. El último, con bastante retraso,
el pequeño, Hilario, que con pocos años
te pedía cinco pesetas
para completar la de cinco pavos.
Qué tiempos aquellos cuando existía
el macramé y la peseta
y se podía mirar para dentro
como se abren los ojos
a través de una ventana.

© Del libro, El gato negro del amor, Calambur 2011.

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