lunes, 16 de enero de 2023

Trafalgar, de Benito Pérez Galdós

 

Entreclásicos por Rafael Narbona

Trafalgar: la España de Galdós

5 octubre, 2016 13:12

Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria, 1843-Madrid, 1920) comparte con Antonio Machado la consideración de escritor nacional, pero en ambos casos se trata de una distinción incompleta, pues los dos representan a esa España liberal, progresista, laica y republicana que nunca ha llegado a plasmarse en nuestro devenir histórico. Ambos simbolizan ese anhelo de modernidad que ha suscitado el encono y la hostilidad de los sectores más reaccionarios de la sociedad, particularmente la Iglesia Católica y la alta burguesía, apegada a la tradición y a los privilegios. Aunque no logren movilizar la simpatía de todos, se puede decir –no obstante- que Pérez Galdós y Machado encarnan el ideal de una nación libre, secularizada, cosmopolita, regulada por el Derecho y educada por una pedagogía flexible, tolerante y creativa, inspirada por el reformismo de raíz krausista. Aunque es un ideal ligado a una época, podemos aventurar que esboza un futuro necesario para crear una conciencia colectiva sin espacio para anatemas, odios cainitas ni exclusiones. Es un proyecto integrador, no un programa unilateral y partidista. Dentro de ese proyecto, destacan los Episodios Nacionales de Pérez Galdós, un ambicioso fresco que abarca el período de nuestra historia comprendido entre 1805 y 1912. Galdós no se limita a novelar acontecimientos relevantes. Su intención no es ilustrar, sino comprender y sintetizar. No encadena los hechos con hitos, sino con vivencias. Vivencias a veces antagónicas que se disputan la verdad, pero que finalmente se complementan, conectando lo individual con lo colectivo, lo personal con lo universal. Esa forma de proceder permite reunir la experiencia del hombre común con la de los grandes protagonistas de la historia, sorteando el riesgo del prosaísmo y la retórica de lo épico y huero.

Galdós sabe engarzar la vida privada con los eventos públicos. De esta forma, lo grande se humaniza y lo pequeño adquiere la resonancia de lo perdurable. Esta fórmula permite situar a los personajes ficticios en escenarios históricos, sin provocar sensación de inverosimilitud. Al mismo tiempo, los personajes históricos se acomodan sin estridencias en la ficción, respetando sus exigencias formales y estéticas. Aunque Galdós suscribe la tesis predominante de la historiografía de su tiempo, según la cual las grandes personalidades actúan como fuerza motriz de los acontecimientos, el carácter tibio y desdibujado de Gabriel Araceli, primer narrador de la serie, desplaza el protagonismo al pueblo español, apostando por un patriotismo que se moviliza por intereses genuinos y no por ambiciones de clase. Trafalgar, la primera novela de los Episodios Nacionales, ya contiene los grandes aciertos de Galdós en un subgénero que siempre ha gozado del fervor popular, pero que suele soportar mal el paso del tiempo, pues carece de la perspectiva que sólo puede alumbrar un cambio de época, algo que no puede recriminarse al autor canario, con una preclara intuición del porvenir. Galdós caracteriza minuciosamente a sus personajes, no escatimando detalles físicos ni psicológicos. Sin embargo, Gabriel es un protagonista hueco, un muchacho de origen humilde que prosperará gracias a su valor e integridad. Experimentará la tentación de la picaresca, pero la buena fortuna lo acabará convirtiendo en un caballero de mentalidad burguesa y arrebatos quijotescos. Se olvida muchas veces que el narrador de Trafalgar no es un  paje de catorce años, sino el provecto caballero que evoca sus peripecias juveniles. “No me exija el lector –advierte- una exactitud que tengo por imposible, tratándose de sucesos ocurridos en la primera edad y narrados en el ocaso de la existencia, cuando cercano a mi fin, después de una larga vida, siento que el hielo de la senectud entorpece mi mano al manejar la pluma”. Galdós refiere la niñez de Gabriel en la gaditana playa de la Caleta, donde sólo era un muchacho más del arrabal, aficionado a robar frutar y a enzarzarse en reyertas. Su existencia discurría entre la vagancia y la miseria hasta que Alonso Gutiérrez de Cisniega, capitán retirado de navío, y su esposa, doña Francisca, lo acogen en su hogar, proporcionándole algo de instrucción y puliendo sus modales. Enamorado de Rosita, la hija de sus protectores, Gabriel alienta el deseo de subir en la escala social, pero no es Julián Sorel, sino un joven tímido y discreto, que ha asimilado los valores de los viejos hidalgos y sueña con hacer méritos.

A pesar de su edad, don Alonso decide embarcarse en la flota franco-española reunida para luchar contra los ingleses cerca del cabo de Trafalgar. Animado por su amigo Marcial, otro viejo lobo de mar al que llaman “Medio hombre” por sus heridas de guerra, logra subirse al Santísima Trinidad, un gigantesco buque con la solemnidad de una catedral. Con el paso de los años, la analogía se consolidará en la mente de Gabriel. Desde su punto de vista, los buques modernos, con su casco de acero y su diseño minimalista, carecen de la poesía de los viejos galeones. El narrador deja volar su sensibilidad para establecer que los barcos modernos son armas de guerra, mientras que los antiguos eran verdaderos guerreros, con el suave misterio de una catedral gótica: “Sus formas, que se prolongan hacia arriba; el predominio de las líneas verticales sobre las horizontales; cierto inexplicable idealismo, algo de histórico y religioso a la vez, mezclado con la complicación de líneas y el juego de colores que combina a su capricho el sol, han determinado esta asociación extravagante, que yo me explico por la huella del romanticismo que dejan en el espíritu las impresiones de la niñez”. Las líneas anteriores desmienten las acusaciones de torpeza estilística, revelando que Galdós, además de prolífico, era un maestro del idioma. Así lo demuestra otro párrafo sobre la Santísima Trinidad: “A medida que nos acercábamos, las formas de aquel coloso iban aumentando, y cuando la lancha se puso de costado, confundida en el espacio de mar donde se proyectaba, cual en negro y horrible cristal, la sombra del navío; cuando vi cómo se sumergía el inmóvil casco en el agua sombría que azotaba suavemente los costados; cuando alcé la vista y vi tres filas de cañones asomando sus bocas amenazadoras por las portas, mi entusiasmo se trocó en miedo”.

Rafael Malespina, oficial de Artillería y prometido de doña Rosita, también participa en una expedición condenada al fracaso desde el principio. La expectativa de una derrota previsible imprime una nota de fatalismo romántico a los preparativos bélicos. “Es preciso que confesemos con dolor la superioridad de la Marina inglesa –reconoce gallardamente Cosme Damián Churruca, brigadier de la Real Armada-, por la perfección del armamento, por la excelente dotación de sus buques y, sobre todo, por la unidad con que operan sus escuadras”. Galdós no pretende usurpar el acta de historiador, pero se muestra respetuoso con los hechos, mezclando las vicisitudes de cada personaje literario con el papel desempeñado por figuras como Alcalá Galiano, Churruca o Nelson. Los tres perderán la vida, derrochando valor y dignidad. Con la pierna casi seccionada por la bala de un cañón, Churruca expira “con la tranquilidad de los héroes y la entereza de los justos”. Alcalá Galiano muere en el acto cuando una bala de mediano calibre le acierta en la cabeza, pero hasta entonces se mantiene entero y beligerante, menospreciando las heridas que le manchan de sangre el uniforme y las manos. El almirante Nelson se desploma cuando una bala de mosquete entra por el brazo izquierdo, atraviesa el pulmón y, finalmente, se aloja en una vértebra. Sus últimas palabras reflejan su estricto sentido del honor: “Gracias a Dios, he cumplido con mi deber”. Galdós homenajea la memoria de los héroes, pero su admiración no contempla la exaltación de la guerra. De hecho, nunca desperdicia la oportunidad de manifestar su espíritu antibelicista. Poco antes del combate naval, los marineros arrojan arena sobre la cubierta. Gabriel se pregunta cuál es el objeto de esa medida. Un grumete le contesta con irritación: “¡Para la sangre!”. Sangre que correrá en abundancia durante la batalla, segando vidas de soldados profesionales y de leva, que serán arrojados al mar envueltos en una bandera y con una bala de cañón atada a los pies. Cuando el Trinidad se hunde y los ingleses rescatan a los supervivientes, no se aprecia odio ni rencor entre los marinos que han luchado ferozmente: “Yo observaba en sus semblantes las mismas señales de terror o de esperanza, y, sobre todo, la expresión propia del santo sentimiento de humanidad y caridad, que era el móvil de unos y otros”. Al igual que Tolstoi en Guerra y Paz, Galdós deplora la crueldad e inutilidad de la guerra, señalando que las naciones se masacran entre sí por falsas querellas alentadas por reyes ambiciosos y políticos sin escrúpulos. Convertido en un filósofo de catorce años, Gabriel, “Gabrielillo”, se pregunta si la violencia es algo innato o adquirido, concluyendo que los pueblos se lanzan a la guerra porque les empujan sus gobernantes, con pretextos fraudulentos.

Galdós no es un novelista ingenuo, sino un creador que conoce el poder del lenguaje para recrear lo real, anticipando o alterando los hechos. El escritor se parece a José María Malespina, el coronel de artillería retirado que fabula, inventa y falsifica. Padre de Rafael Malespina, novio de Rosita, José María es un mitómano incurable, pero también un visionario. Sostiene que en el futuro los barcos de guerra serán monstruos de hierro que vomiten humo. Todos se burlan de su profecía, sin sospechar que algún día se hará realidad. Medio siglo más tarde, Gabriel recuerda los augurios de José María Malespina: “Parece mentira que las extravagancias ideadas por un loco o un embustero lleguen a ser realidades maravillosas con el transcurso del tiempo”. Descubrir este fenómeno hará que conceda crédito a cualquier utopía y perciba a los embusteros como “hombres de genio”. Aunque Gabriel es el narrador, su punto de vista no es el único. Los relatos de marineros de los buques Bahama, Santa Ana y Nepomuceno amplían la narración, evidenciando que la perspectiva omnisciente siempre es una perspectiva insuficiente. Entre el realismo y el romanticismo, la prosa de Galdós avanza con fluidez y elegancia, sin descartar momentos de lirismo. La importancia de los Episodios Nacionales parece fuera de toda duda, pero Galdós ha pasado una larga temporada en el infierno, con su arte literario cuestionado y vituperado. En la edición de Aguilar de 1950, el crítico Federico Sainz de Robles finalizaba su larga introducción pidiendo un juicio más indulgente hacia una de las figuras más emblemáticas de nuestras letras. Afortunadamente, corren otros aires y sólo un insensato minimiza la importancia de Galdós, aún por descubrir fuera de nuestras fronteras, pues escasean las traducciones en otros idiomas. En un artículo publicado en El Globo (13 de agosto de 1891) sobre la novela Ángel Guerra, Valle-Inclán –que apreciaba a Galdós más que su personaje Dorio de Gádex, responsable de la injusta ocurrencia que asimila el estilo del canario con las chapuzas de un “garbancero”– elogia el talento de Galdós para la caracterización psicológica y la descripción de los ambientes más opuestos y diversos. Valle-Inclán subraya “la prodigiosa facilidad que para novelar posee”. “Un novelista que ve tan hondo, que ha adivinado toda una época, como sucede en los Episodios Nacionales”, sólo puede suscitar admiración. Su obra brota del “abuso de sus facultades creadoras”.

Azorín escribió una semblanza de Galdós poco después de su muerte, protestando contra las voces que rebajaban el mérito artístico de su obra. Escribe el pequeño filósofo: “Este hombre, vejado injustamente, ha revelado España a los ojos de los españoles que la desconocían; este hombre ha hecho que la palabra España no sea una abstracción, algo seco y sin vida, sino una realidad. […] En suma, ha contribuido a crear una conciencia nacional: ha hecho vivir a España con sus ciudades, sus pueblos, sus monumentos, sus paisajes”. Al igual que Antonio Machado, Galdós representa la posibilidad de aglutinar la diversidad de lo español en una idea capaz de sintetizar la diversidad, sin mutilar u omitir nada esencial. La España de Galdós no ha perdido vigencia, pues encarna un ideal con dos pilares atemporales: la tolerancia y la libertad. La citada edición de Aguilar se distingue por su belleza formal, con su cubierta en piel y su papel biblia pintado en los cantos, pero nos ofrecen una versión poco rigurosa de los manuscritos originales. La Biblioteca Castro ha realizado una labor de depuración y clarificación que nos acerca mucho más a lo que sería una edición canónica, si bien ha descartado la posibilidad de llevar a cabo una edición crítica, de acuerdo con su criterio habitual. Leopoldo Alas, “Clarín”, afirmó en una semblanza de Galdós que en rigor, “ser artista… es seguir jugando”. Trafalgar corrobora esa interpretación, pues –sin restar dramatismo a los hechos- nos sitúa en el escenario que evoca las fantasías infantiles de un tiempo donde el mar, las espadas y la pólvora simbolizaban el afán de aventura y el anhelo de lo extraordinario.

fuente: El Cultural

Benito Pérez Galdós

 

Apunte biobibliográfico de Benito Pérez Galdós

Retrato de Benito Pérez Galdós.Benito Pérez Galdós nació en Las Palmas de Gran Canaria en 1843, hijo de Sebastián Pérez, teniente coronel del Ejército y de Dolores Galdós. Desde niño (Infancia en las Palmas) fue aficionado a la música, al dibujo y a la literatura. Es en opinión general, el mayor novelista español después de Cervantes.

A los diecinueve años se traslada a Madrid (en Retrato familiar y social: Galdós, ciudadano de Madrid; Huellas del Madrid Galdosiano; el Madrid Galdosiano). Allí conocería a don Francisco Giner de los Ríos, fundador de la Institución Libre de Enseñanza, quien le alentó a escribir y le orientó hacia el krausismo. Durante los primeros años de su estancia en la corte frecuentó redacciones y teatros. Escribió en La Nación y en El Debate.

Mapa de Madrid, 1857.La Fontana de Oro (1870), La sombra (1871) y El audaz (1871) fueron los títulos de sus primeras novelas, que revelan todavía una influencia del Romanticismo. Publicó artículos (en La obra: Fronteras entre novela y artículo periodístico; Galdós periodista) políticos en la Revista de España y algo de ellos, así como el ataque al régimen anterior a la Revolución de 1868 y el inmovilismo de la tradición, se plasma en sus obras de tesis de la misma época: Doña Perfecta (1876), Gloria (1877), La familia de León Roch (1878) y Marianela (1878).

Abre el camino al Naturalismo con La desheredada (1881), la primera de sus novelas contemporáneas a la que le seguirán El doctor centeno (1883), Tormento (1884) y La de Bringas (1884). El amigo manso (1882) es una de las creaciones más originales de Galdós. Lo prohibido (1884-85) es la novela galdosiana más impregnada de Naturalismo. Fortunata y Jacinta de 1886-7 es un vasto mural donde la historia, la sociedad y el perfil urbano de Madrid sirven de fondo a un argumento que presenta a dos jóvenes enamoradas del mismo hombre.

De su vida íntima sabemos que tuvo una hija ilegítima y amoríos con Emilia Pardo Bazán (en Epistolario: Cartas con Emilia Pardo Bazán). Nunca se casó pero plasmó su tipo ideal de compañera en una mujer ya mayor: Teodosia Gandarias (en Epistolario: Cartas a Teo; Cartas a Teodosia Gandarias), en el drama Pedro Minio (1908). Constantemente predicó un tipo de amor más libre, que veríamos en Realidad y Tristana, aunque se opuso a las costumbres demasiado licenciosas.

En 1873 aparecieron las dos primeras series de los Episodios nacionales. Leyó a Balzac (en Retrato familiar y social: Galdós y sus contemporáneos europeos), a los novelistas rusos y a Dickens de quien tradujo Pickwick papers. Aprovechó las rápidas apreciaciones e indicaciones sobre sus países. Acusó a los escritores contemporáneos de incapaces de describir la vida de su tiempo. Sólo excluyó de sus ataques a Fernán Caballero y a José María Pereda. Urgió a los otros escritores a tomar las grandes conclusiones de los problemas sexuales y espirituales de la clase media urbana de su época como principal fuente de inspiración. Sus últimos escritos teóricos añaden poco a estas ideas. Merecen citarse el prólogo a El sabor de la tierruca de Pereda, un memorial dirigido a la Real Academia Española y el prólogo a la tercera edición de La Regenta, de Clarín.

Al final de la década de los 80 y a comienzos de la siguiente publica Miau (1888), La incógnita (1889), Torquemada en la hoguera (1889), Realidad también en 1889 y Ángel Guerra de 1891, en donde experimenta una nueva manera de novelar. Los problemas éticos aparecen en Tristana (1892), Nazarín (1895), Halma (1895) y Misericordia (1897). Frecuentemente (como en Nazarín o Misericordia), sus novelas parecen recordar a Dostoievski. Su penetración psicológica ha sido igualada pocas veces. Entre sus características más definidas se cuentan un estilo personal vigoroso y muy marcado; un gran conocimiento de la locura y la esquizofrenia (no hay que olvidar su interés por Don Quijote) raramente preciso; un efectivo y sistemático manejo del simbolismo (evocador de su propia desilusión por la debilidad de España) y una conmovedora lástima por la gente que pretende elevarse de la bondad a la santidad.

Crítica sobre el estreno de «Electra» en el Teatro Español.Las obras dramáticas de Galdós (en La obra: El teatro de Galdós, representaciones en blanco y negro) fueron frecuentemente críticas por tener un carácter esencialmente novelesco. Ciertamente, adaptó para el teatro sus propias novelas Realidad en 1892, La loca de la casa en 1893, Doña Perfecta en 1896, El abuelo en 1904 y otras, que fueron acogidas con éxito por el público y por la crítica. Electra, por motivos políticos o, en todo caso, extraliterarios, constituyó un acontecimiento nacional. El autor nunca había sido tan serio, tan cuidadoso y preocupado como en estos dramas. Hemos de indicar que estas cualidades se hallaban en el teatro español de aquel tiempo. Su influencia para la escena posterior fue benigna. En sus últimos años la oposición creciente se vio patente en la candidatura rechazada y poco después aceptada de la Real Academia. Le dolió que la generación del 98 no le considerara su mentor. La concesión del premio Nobel de literatura a Echegaray (autor muy inferior y de escasa valía) lo consideró un mazazo a la mejor literatura española de su tiempo. En 1912 quedó ciego (en Los últimos años: La ceguera), aunque no por ello sufrió menos la insolvencia en sus últimos años. Por entonces escribió una tercera, cuarta y, finalmente, quinta serie de Episodios nacionales entre 1898 y 1912; de la última serie únicamente aparecieron seis volúmenes, quedando así incompleta.

Portada de <em>Vida socialista</em>, núm. 22 (29 de mayo de 1910).En cuanto a su vida política fue elegido diputado a Cortes por Guayama en 1886. En 1907 encabezó la lista a la candidatura de la Conjunción Republicano-Socialista por Madrid.

La labor de Benito Pérez Galdós fue la de transformar el panorama novelesco español de aquella época. Dejó al lado el romanticismo y avivó el realismo español, dotando tanto de una gran expresividad a la narrativa como de nuevas formas aptas para el entendimiento del mundo y de la obra.

 

fuente: Cervantes Virtual

Los Desorientados, Amin Maalouf

Amin Maalouf: «En el mundo árabe ha faltado un siglo de las luces» 

No vengo de ningún país, de ninguna ciudad, de ninguna tribu. Soy el hijo del camino... todas las lenguas y todas las oraciones me pertenecen. Pero no pertenezco a ninguno de ellos

Amin Maalouf

 

Amin Maalouf, (Beirut, 25 de febrero de 1949): escritor libanés de lengua francesa, cuya trayectoria como narrador y ensayista ha sido reconocida con numerosos premios. Entre ellos el Príncipe de Asturias de las letras en 2010, el premio Maison de Presse por su novela Samarcanda, y el premio Goncourt por La roca de Tanios en 1993.

 

Aunque nació en Beirut, en el seno de una familia árabe católica, los primeros años de su infancia los pasó en Egipto, país donde vivía su abuelo materno. Su padre fue un periodista conocido en Líbano, además de poeta y pintor.

 

Amin Maalouf estudió primaria en su ciudad natal en un colegio francés de jesuitas (su madre era católica y francófona).

 

Cuando estudiaba sociología y economía política en la universidad, Amin Maalouf conoció a Andrée, con quien se casaría en 1971. Poco después comenzó a trabajar como periodista (siguiendo la tradición familiar) para el principal diario libanés, An Nahar, como corresponsal internacional. Fue enviado especial en zonas problemáticas como Vietnam y Etiopía, y también estuvo en Bangladesh, India, Somalia, Kenya, Yemen y Argelia. Al estallar la guerra civil en Líbano en 1975,  Maalouf decidió abandonar su patria, y exiliarse a Francia, donde vive actualmente.

 

En 1985 se comenzó a dedicar plenamente a la literatura. Sus libros han sido traducidos a numerosos idiomas. Su narrativa, con el telón de fondo del Mediterráneo, constituye una exaltación de la diversidad, una reflexión constante sobre la condición extranjera de todos los seres humanos, y un intento por recuperar el maltrecho diálogo entre Oriente y Occidente,  mezcla la realidad histórica con la ficción, y aspectos de dos culturas diversas como la occidental y la oriental. 

 

En 2004, publicó un notable libro de memorias: Orígenes.

 

Además de novela y ensayo, Maalouf ha escrito libretos de ópera, especialmente con la compositora finlandesa Kaija Saariaho, con quien ha obtenido gran éxito tanto de crítica como de público.

 

El 23 de junio de 2011 fue elegido miembro de la Academia Francesa en la silla 29, que antes ocupó, hasta su muerte en 2009, Claude Lévi-Strauss.

 

 

 "Es interesante contar la historia desde el lado de los perdedores"

 

MARTES, 19 DE AGOSTO DE 2014  Javier Albisu EFE / Diario Sirio-Libanés

Amin Maalouf, premio Príncipe de Asturias de las Letras 2010, es un "optimista inquieto" al que le interesa "contar la historia desde el lado de los perdedores" con el convencimiento de que la realidad no es inmutable y de que basta con imaginar el mundo de otra manera para reinventarlo.

 

"Intento comprender la realidad sinceramente, sin ponerme orejeras para escuchar sólo lo que quiero oír. Una vez que hago el diagnóstico me digo que la realidad no es inmutable y que hay que transformarla, imaginar el mundo de otra manera y eventualmente reinventarlo", explica el literato en una entrevista con EFE.

 

Es el optimismo de un artista marcado por la guerra, que le llevó a cambiar su Beirut natal (1949) por París, ciudad en la que se instaló en 1976 y donde trabajó como corresponsal para la prensa árabe hasta que el periodista fue dejando paso al escritor en el que se ha convertido.

 

"Para mí trabajar es escribir, desde que era niño. Vengo de un entorno en el que se escribía", dice Maalouf en el salón de su casa, en un clásico apartamento de un barrio residencial parisino, impregnado de olor a incienso y alfombras árabes, un soñador, que nunca para de "construir historias".

 

"A veces es incluso peligroso porque cuando empecé a conducir, podía perderme tanto en mis pensamientos que provocaba accidentes", recuerda Maalouf, autor de "León, el africano" o "Samarkanda".

 

Con el tiempo ha aprendido a contenerse. Si le surge una idea al volante, la vuelca en la pequeña libreta que lleva en el bolsillo y luego la transcribe con su computadora.

 

Escribe temprano, cuando se siente más lúcido. A veces en su despacho, donde duerme enroscado un enorme gato al que Maalouf llama su "mejor asistente literario". Otras veces, encerrado en la casa que tiene en una pequeña isla al oeste de Francia, se levanta al amanecer y teclea hasta el mediodía. Luego pasea o se entretiene en lecturas que no tengan nada que ver con su proceso creativo. En su cabeza siempre está presente el convulso mundo en el que vive y que le lleva a centrarse en sus textos para buscar soluciones, dice un artista influenciado Leon Tolstoi, Thomas Mann, Stefan Zweig, Cicerón o Mark Twain.

 

Reflexivo y buen conversador, cree que "si hubiera mucha gente de buena voluntad, que intentase hablarse y comprenderse y no permanecer encerrados en una visión estrecha, las cosas irían mejor". La literatura "puede ser una herramienta de paz porque puede imaginar un mundo diferente. Tenemos que reinventar el mundo. La literatura tiene la obligación de hacerlo, en todas las lenguas", asegura alguien que cree plenamente en que conocer la cultura y la literatura de otros pueblos allana el camino para la convivencia.

 

"Podemos imaginar perfectamente una solución donde todos los pueblos de la región, los israelíes, los palestinos y los de alrededor sean ganadores. Todo el mundo puede ser ganador, tener paz, prosperidad, seguridad...mucha gente cree en ello", asegura.

 

Así se expresa alguien que entiende que el mundo se "ha ido envenenando" en décadas de un conflicto que exacerba la tensión en el mundo, pero que cree que la paz es posible.

 

"Si me hubiera hecho esa pregunta hace dos años, le habría dicho que no. Si me pregunta dentro de dos años, quizá le diga que tampoco. Hoy tengo el sentimiento de que hay una perspectiva. No me atrevo a decir cuál es el porcentaje de posibilidades que le daría a la paz, pero es posible", afirma.

 

"Vivimos en un mundo en el que la gente se acuchilla sin conocerse. Necesitamos conocernos mucho más. Cuando conocemos la literatura de otros, no podemos seguir mirando a ese pueblo de la misma manera", reflexiona un escritor que creció en un entorno árabe-musulmán y que se educó en un colegio jesuita donde aprendió francés, el idioma en el que escribe.

 

Habla la voz de la experiencia de un apasionado por la historia que viene de una región "que ha conocido grandes momentos de gloria pero que actualmente atraviesa momentos difíciles".

 

La historia "nos da a la vez ejemplos de tolerancia y de intolerancia. Podemos encontrar ejemplos que nos muestran que la gente no puede vivir conjuntamente. Pero podemos encontrar ejemplos de lo contrario", analiza Maalouf, un pensador que en el diagnóstico intenta ser realista, pero optimista en la práctica.

 

"Cuando se trata de buscar soluciones, intento ser imaginativo", asegura.

 

MAALOUF Y LA NOSTALGIA DEL PORVENIR

 El escritor regresa a la ficción con la novela 'Los desorientados' Habla del creciente sectarismo en el mundo árabe Disecciona los males de un tiempo en el que el futuro parece cosa del pasado

 JAVIER VALENZUELA  Madrid - 23 OCT 2012  Europapress

 Amin Maalouf, que está en Madrid presentando Los desorientados (Editorial Alianza), su última novela, sigue con preocupación las noticias de Líbano, su país natal. “¿Qué es lo último?”, pregunta nada más estrecharnos la mano en un despacho de la Casa Árabe. “Parece que se multiplican los llamamientos a la calma, que ninguna de las partes quiere lanzarse a un conflicto incontrolable”, le respondo. Y añado: “Por el momento”. Maalouf carraspea —anda acatarrado— y dice: “Sí, cada vez va a resultar más difícil aislar a Líbano del conflicto sirio, los riesgos de extensión son enormes y crecientes”.

 El escritor está manifiestamente entristecido. Por lo que ahora ocurre en Líbano y por lo que ocurre en los últimos años en Europa y en todo el mundo. Y eso también se nota en Los desorientados. Maalouf cuenta en esa novela una historia que podría ser la suya: la del regreso a su país natal de Adam, alguien que lleva cinco lustros fuera, la del reencuentro de Adam con sus amigos de juventud y la evocación común de todas las cosas que se han perdido y todas las traiciones que se han cometido, la de la constatación de que todas las existencias solo son un exilio.

Estoy en contra del multiculturalismo en el que cada cual vive en su gueto

 Al final de la novela se dice que la vida de Adam está “en suspensión, como su país, como este planeta, como todos nosotros”. Sí, el mundo está en suspensión y se extiende el sentimiento de que va a terminar cayendo del lado malo. Por primera vez en su existencia, la generación de Maalouf, la que nació en mitad del siglo XX, tiene la impresión de que podría vivir los horrores que padecieron sus padres.

 “Me acuerdo con frecuencia de Stefan Zweig, que, dada la evolución de la Europa de su tiempo, llegó a la conclusión de que aquel mundo ya no era el suyo”, dice Maalouf. “Sentía que ya no había ninguna escapatoria, así que terminó suicidándose tras un acontecimiento que hoy nos parece muy secundario: la caída de Singapur, en 1942. Ahora muchos compartimos el sentimiento de que no hay luz al final del túnel, pero la hay, aunque no la veamos. Ahora bien, ¿es posible que tengamos que vivir años de locura y de violencia antes de llegar a la sabiduría? Es posible. Hizo falta el horror de los años treinta y la II Guerra Mundial para que Europa dijera ‘basta’. Puede que el destino de la humanidad sea tener que estrellarse contra el muro para sentir así su dureza y buscar otra salida”.

 En 2010 Amin Maalouf firmó una petición para que el Príncipe de Asturias de la Concordia les fuera concedido a los moriscos expulsados de su tierra en los siglos<TH>XVI y XVII. No lo consiguió, pero él recibió ese año el Príncipe de Asturias de las Letras. Nacido en Beirut en 1949, instalado en Francia para escapar de las guerras que desangraron Líbano en los años setenta y ochenta, escritor en la lengua de Molière, ganador del Goncourt en 1993 y miembro de la Academia Francesa desde el pasado verano, sus ensayos y novelas siempre han sido coherentes en la defensa del mestizaje en democracia, de la asunción de las muchas identidades con las que cargamos la mayoría.

 Su primer gran éxito, la novela León el Africano, versa sobre un granadino, Hasan ben Muhamad al Wazzan, que tuvo que abandonar su ciudad porque allí se imponía a sangre y fuego la voluntad uniformadora de los Reyes Católicos y su Inquisición. Cinco siglos después, las cosas no son tan diferentes. Resurgen aquí y allá los fundamentalismos religiosos y nacionales, y se desvanecen las esperanzas en que el mundo acepte a individuos como Maalouf, a la vez libanés y francófono, de origen grecocatólico y defensor de los valores laicos y democráticos, árabe y europeísta, mediterráneo y ciudadano del mundo.

 “Vivir juntos es cada vez más difícil”, suspira. “En el mundo árabe, la situación de las minorías es cada vez más precaria y hay una polarización comunitaria, como la que opone a chiíes y suníes, que no se conocía desde hace siglos. Y en Europa aumenta la impaciencia respecto a los musulmanes. Lo vemos incluso en sociedades con una gran tradición de apertura como Dinamarca y Holanda, que se están convirtiendo en tensas y desconfiadas. Esos dos movimientos se alimentan mutuamente, y la gente como yo se siente cada vez más inquieta, por no decir desesperada”.

 Respira hondo y prosigue: “Pero no me rindo. Vivir juntos es algo muy complicado, que necesita ser gestionado con sutileza, lucidez y perseverancia. No es algo que se produzca espontáneamente, ni algo que quede solucionado de una vez por todas. Pero es indispensable para evitar esa pesadilla hacia la que nos dirigimos”.

 —Quizá ya estemos ahí, en esa pesadilla —le digo—. Además del ascenso del espíritu de tribu, sufrimos la ley de la jungla en las relaciones económicas y sociales.

—Sí, las sociedades europeas viven una profunda crisis ligada al retroceso de los valores de solidaridad y bien común. Gestionar la coexistencia de gente que viene de culturas diferentes, es explosivo. Pero debemos hacerlo.

—¿Cómo?

—Lo primero es saber en qué condiciones vivimos juntos, qué es lo permisible y qué no lo es. El hecho de aceptar los otros no quiere decir aceptar cualquier cosa. Yo no estoy a favor del multiculturalismo entendido como que cada cual viva en su gueto y a su manera, estoy a favor de la integración. A favor del respeto de la dignidad del ser humano y del progreso social, no del respeto de las tradiciones. Europa debe dirigirse a los ciudadanos, no organizar las relaciones entre las tribus.

 En Los desorientados, hay un momento en el que alguien dice: “El país del que tengo nostalgia no es el pasado, es el porvenir”. Maalouf cree que su generación tiene razones para la nostalgia. “Se es nostálgico de todos los sueños que se han tenido y no se han realizado”, dice. “Y hay ideales indispensables que nosotros hemos tenido y ahora son rechazados: los de solidaridad y de igualdad.

 Estamos en un mundo donde la desigualdad es promocionada como una forma de modernidad. Aún estamos en la resaca de la debacle del comunismo: se continúa considerando que todos los valores que fueron predicados, y luego travestidos, por la experiencia comunista deben ser invertidos. Esa es una receta para la destrucción del tejido social. Haría falta que el péndulo volviera al centro: ha ido de un extremo a otro y debería volver al centro”.