El regreso póstumo de Concha Alós al Castellón de su infancia
LATIDOS
Los restos de la autora que ganó dos veces el premio Planeta serán trasladados del cementerio de Montjuïc al de la ciudad valenciana, que le rendirá homenaje en su centenario
El próximo jueves la biógrafa Amparo Ayora y el gerente del cementerio de Castellón de la Plana se harán cargo en Montjuïc de los restos mortales de la escritora Concha Alós, que reposan en el nicho 3833 de la Agrupació 7, via Sant Jordi, de este camposanto.
En Castellón permanecerán en un depósito mientras se finaliza el sepulcro que la ciudad le brinda, como inicio de una serie de homenajes con motivo de su centenario, a la autora nacida en València en 1922, que pasó sus años formativos en Castellón y falleció en el 2011 tras un largo proceso de Alzheimer.
Amparo Ayora, profesora jubilada de la Universidad Jaume I, autora de la biografía Las guerras de Concha Alós (2015), donde profundiza en la relación de la escritora con la localidad valenciana, lleva mucho tiempo estudiando la obra de esta novelista de la generación de los 50, ha ayudado a las investigadoras de su figura (hay tesis doctorales en marcha en Italia, Francia y España) y desde el 2017 promueve este traslado. Convenció a la alcaldesa Amparo Marco para que lo propiciara y también a la cantante Maria del Mar Bonet, titular de la sepultura, para que lo facilitara.
La biógrafa Amparo Ayora cuenta con el apoyo de la alcaldesa de Castellón y de la cantante María del Mar Bonet, titular del nicho
Concha Alós falleció sin que se le conocieran familiares (aunque recientemente Ayora ha localizado a una hermanastra). A su funeral acudieron muy pocas personas, entre ellas el fotógrafo mallorquín Toni Catany, ya fallecido, que con la conocida intérprete y su hermano Joan Ramon Bonet se hicieron cargo de los gastos, contratando el pago del nicho hasta el año 2031. Un acto que les honra, y mucho.
La relación de Alós con Mallorca fue intensa. A la isla se trasladó en 1948 con su marido, el periodista y poeta Eliseo Feijoó, subdirector del diario Baleares, donde ejercía como redactor-jefe el escritor Juan Bonet, padre de Maria del Mar; de ahí la relación entre las familias.
La cantante recuerda que Concha “era muy amiga de mis padres y venía a menudo por casa; guardo recuerdos de ella desde pequeña. No tenía hijos y era siempre muy cariñosa con nosotros. En Barcelona la seguí tratando y ha sido un honor para mí poder acompañarla hasta el final. Fue una mujer admirable, autora de una obra muy interesante, feminista, que merece el reconocimiento. No podíamos permitir que fuera a un osario. Nos hicimos cargo de la sepultura como muestra de la gran estima que le teníamos, y que no queríamos olvidar. Para mí ha sido un honor poder acompañarla hasta el final. Y estoy muy agradecida a Amparo Ayora y a la alcaldesa por la labor que están realizando; es bonito que Castellón la defienda como merecía”.
En la Mallorca de los años 50 la escritora participó en sus primeros concursos literarios. Allí conoció también a una joven promesa, Baltasar Porcel, quien trabajaba como corrector nocturno del Baleares . "Cuando mi hermano y yo ya éramos más mayores empezó a venir por casa Baltasar, más joven que Concha, también muy amigo de mi padre. Ellos empiezan a verse y surge una amistad que se convierte en algo más serio. Mis padres ayudaron a Concha y Baltasar a estar juntos", rememora Maria del Mar Bonet.
Con su matrimonio con Feijoo ya muy deteriorado, Alós inicia una relación con Porcel que ambos llevan de forma clandestina (el adulterio en 1959 aún está tipificado en el Código Penal). Lo complicado de la situación precipita el traslado de ambos a Barcelona, donde por dos lustros comparten vivienda en Vallvidrera.
Los años 60 son los de consolidación de Concha Alós. Gana dos veces, en 1962 y en 1964, el premio Planeta; al primero tuvo que renunciar al saberse que la novela premiada estaba contratada por otro sello. En una onda de realismo social, títulos como Los enanos, Las hogueras, El caballo rojo o La madama le ganan una reputación. Su ruptura con Porcel en 1970 coincide con la evolución literaria hacia planteamientos de imaginación fantástica.
"Cuando Baltasar y Concha se separaron, Toni y yo, aunque continuamos teniendo buena relación con Porcel, probablemente quedamos más amigos de ella", explica Maria del Mar Bonet.
Cuando el arriba firmante trabajaba en el archivo Porcel para un libro sobre la juventud del autor, encontró una carta de Alós a su ya ex-pareja, en un sobre con el rótulo "abrir en caso de muerte", donde exponía el deseo de ser incinerada tras su fallecimiento. Ayora me dice que han valorado cumplir ahora esa voluntad, pero que el paso del tiempo lo ha hecho innecesario, al obrar la reducción de los restos.
Recientemente la editorial La Navaja Suiza ha iniciado la recuperación de la obra narrativa de Concha Alós, con el libro de relatos Rey de gatos y la citada Los enanos. Los responsables del sello madrileño adscriben su producción en la órbita de autoras contemporáneas como Carmen Laforet, Ana María Matute o Carmen Martín Gaite, aunque advirtiendo que "tejió su camino al margen de generaciones, corrientes, de ilustres exiliados en una Barcelona cosmopolita que no era la suya" (esta última una afirmación discutible, ya que Alós vivió muy intensamente la vida literaria barcelonesa).
¿Tiene sentido trasladar a Castellón, importante en su vida pero que no es su ciudad natal (aunque Ayora asegura que fue llevada allá por su madre con pocos meses), los restos de una escritora que desarrolló la parte fundamental de su carrera en Barcelona, donde vivió cincuenta años? No tengo una respuesta a esta pregunta, pero sí creo que merece todo el apoyo una iniciativa seria y valiosa, como la de Amparo Ayora y el ayuntamiento castellonés, de rendir homenaje y devolver a la luz esta figura notable, hoy semiolvidada pero en proceso de recuperación.
fuente: La Vanguardia
13 rue del Percebe
En un edificio de un barrio de Barcelona hay una pensión, en esas habitaciones viven familias, a veces parejas de recién casados, otra la comparten tres chicas a las que une su juventud y poco más; están la dueña de la pensión y los propietarios de otros pisos. Todos los inquilinos desearían estar ahí el menor tiempo posible, su situación es transitoria (esperan) en esa casa compartida en la que se oye todo, se sospecha de los demás, y hay problemas de convivencia por los turnos de limpieza. Los enanos, de Concha Alós, se publicó en 1962; la historia de su publicación es también historia de la edición española: con ese manuscrito había ganado el Premio Selecciones de la Lengua Española de la editorial Plaza & Janés, que sin embargo no se atrevió a publicar. Alós lo presentó al Planeta con otro título, El sol y las bestias, y al resultar ganadora, Plaza & Janés reclamó los derechos de impresión, que se había reservado durante un año, y la publicó. Dos años después, Alós ganó el Planeta con Las hogueras. Los enanos, que ahora rescata La navaja suiza, son los sesenta en España, es el franquismo, con la miseria y el hambre, con la búsqueda constante de una mejora de la posición social, lo que sea que los aleje de la pobreza: “La gente de la pensión, estos hombres y estas mujeres, que forman una humanidad anhelante de deseos concretísimos y justos: una casa, un hijo, un poco de pan, tiene casi siempre un instinto claro y ama las cosas buenas.” Está Sabina, que ha pensado que para tener casa lo mejor es casarse, y frecuenta a un viudo al que tiene que ayudar a levantarse después de que él intente besarla, aunque entretanto acude a un bar y acepta dinero a cambio de pasar un rato con hombres; pero eso no le sale siempre bien: la miseria nos convierte en pícaros y desconfiados a todos. Sin embargo, no es solo esa galería de personajes a los que podemos ver como una especie de cruce entre 13 rue del Percebe y La vida instrucciones de uso –quizá sería la miseria, instrucciones de uso– quien protagoniza este retrato coral. De entre esos personajes destaca una muchacha, María, que compra un cuaderno en el que escribe sus pensamientos y recuerdos y ahí va contando una triste historia de amor ilegítimo con embarazo no deseado.
Los enanos –“Somos enanos rodeados de enanos, y los gigantes se esconden para reírse. Eres enano tú. Soy enano yo”, escribe Alós y aparece como lema al principio de la novela, casi como una advertencia– es admirable en lo formal: pasa de ese acelerado patio de vecinas donde el entretenimiento, además de la charleta, es mirar las ratas que corretean, a la introspección de María, que podría ser ese jilguero que aparece en la novela y al que se oye cantar. Pasa del barullo al tono confesional, y entretanto ofrece capítulos de las vidas de todos: el judío que se casó con la bailarina de Tánger; la bailarina de Tánger ahora reconvertida en ama de casa sin casa y madre de dos hijos; el matrimonio que cada domingo sale a visitar a otros de su pueblo que se mudaron también y consiguieron casa en Barcelona a ver si saben de algo; Mohatá, al que trajeron del norte de África para hacerle boxeador y siempre anda con la cara partida y nunca ha ganando un combate. La galería podría crecer y crecer –salen unos de una habitación y entran otros con sus angustias y sus circunstancias–, y de hecho lo hace a pocas páginas del final, como si Alós quisiera decir que hay algo inacabable en ese fluir de vidas pequeñas y tristes que acuden a la pensión de la señora Eloísa, que anda con su hijo en brazos apoyado en la cadera. “El recién llegado siempre disfrutaba en la pensión de un derecho que nadie podía arrebatarle: la profunda curiosidad de los otros huéspedes. Que esta curiosidad durara o no, no dependía del recién llegado ni de lo extraordinario de su conducta.” Después de terminar la novela busqué Carmen de Carabanchel, de Cecilia Bartolomé, en internet, con el que Los enanos comparte tema: ¿qué hacían las mujeres para no quedarse embarazadas? ¿Qué pasaba cuando se quedaban? La protagonista de la película de Bartolomé tiene ya familia numerosa.
Alós escribió esta novela en estado de gracia: todo funciona y encaja sin que se note el más mínimo engranaje. Alterna escenas que son el equivalente literario de los planos secuencia berlanguianos con guion de Azcona con desventuras menos corales; va del diálogo al cuaderno de María sin avisar, sin más separación que un espacio y sin más alerta que la del punto y aparte, y todo fluye de manera misteriosa. Incluye también el juicio a Eichmann en Jerusalén a través de la lectura de la crónica en el periódico que hacen los personajes. Va también de un estilo casi naturalista a la búsqueda de la belleza en la expresión y por el camino da con imágenes sugerentes, y en su exploración de las intimidades afeadas por las circunstancias la vida aparece como una mezcla de belleza y suciedad, un poco como cuando María asiste escondida al nacimiento de su hermano trece años menor: “Escondida en una habitación donde no había más que armarios, mirando por el ojo de la cerradura, le vi nacer: rosado, envuelto en tripas y repugnantes trozos de carne oscura… Apoyé las palmas en el suelo y, comprendí, entonces, de golpe, la vida.” Este libro tiene más virtudes: no abusa de los símbolos, aunque los usa porque los sabe poderosos; las ratas y el jilguero, los enanos, están pero sin caer en la simplificación. Alós es una escritora elegante, que nos hace comprender de golpe la vida, como la niña que miraba nacer a su hermano por el ojo de la cerradura. ~
fuente: Letras Libres
La mugre bajo las uñas del franquismo
Alós ganó con 'Los enanos', en 1962, el Planeta. Pero Plaza & Janés, que no se lo quiso publicar, afirmó que tenía los derechos e impidió a la autora recibir el premio. Ahora recupera esta obra La navaja suiza.
Al editor de Plaza & Janés al que Concha Alós presentó esta novela le pareció demasiado socialista como para publicarla, pero cuando ganó con ella el Planeta en 1962 enseguida se le pasaron los escrúpulos, afirmó que tenía los derechos de publicación e impidió a la autora recibir el premio. Dos años después, lo ganaría con Las hogueras, que aún no he leído, pero, si su calidad se acerca a la de Los enanos, puede ser una de las mejores novelas de la lista más que desigual de las galardonadas con este premio hoy tan desprestigiado.
1962. Imaginemos el contexto. Cuando Concha Alós está escribiendo la novela, España es uno de los países más pobres de Europa occidental. La dictadura no solo ha asfixiado políticamente a los españoles, también su economía. Muy poco antes, el régimen ha reconocido –implícitamente, claro está– el fracaso de su política económica y decidido, de muy mala gana, entregar su gestión a tecnócratas. Porque en España aún hay hambre, la situación de millones de familias es desesperada y los ridículos intentos de los ideólogos del régimen de controlar el mercado mediante edictos fracasan uno detrás de otro. Desde 1959 la miseria material comienza a paliarse; la moral tardará mucho más en hacerlo.
La pensión en la que se desarrolla Los enanos es un microcosmos que refleja ese país en ruinas, su pobreza y su violencia. Pero no, yo no diría que es una novela «socialista» porque eso implicaría algún atisbo de esperanza, de apunte de trasformación, pero Alós se limita, que ya es un paso importante, a constatar la catástrofe, todo eso que la dictadura se empeña en ocultar tras propuestas de destinos imperiales y defensas de la fe, con elogios desmedidos de los valores familiares –mientras destruye a las familias con la pobreza y la represión– y de ese pueblo que debe ser el bastión de Occidente contra marxistas y judíos. Solo un año después de la publicación de Los enanos se celebrarán los fastos de los 25 Años de Paz, aquella auto glorificación con la que se disfrazaba con oropeles el emperador desnudo de la dictadura.
Pero Alós no está en ese mundo de fanfarrias e hisopos; a ella le interesan la desnudez y los harapos, la mugre bajo las uñas, las cicatrices y los moratones, las dentaduras arruinadas, las ratas correteando por el patio.
La novela alterna dos narraciones, una coral, que nos permite asistir más a las desventuras que a las venturas de los personajes de la pensión, y otra en primera persona, íntima, de una mujer que escribe en su cuarto de la pensión, una testigo de esas vidas desbaratadas y de la suya propia; de esta descubriremos que se atrevió a lanzarse apasionadamente a una relación que desafiaba la moral de la época y de la que salió destruida: «No tengo nada. Ni fe ni esperanza. Sin nada, con mi piel y mis ojos, debo seguir viviendo». Y vive, sintiéndose como si se hubiese «escapado de una postal vieja y descolorida y vagara por mi cuenta», a pesar de todo con sensación de culpa, por mucho que quisiera gritar «a todos que yo no soy culpable de nada, que estoy aquí no sé por qué, que he venido como un papel quemado al que el viento más flojo puede arrastrar y llevarse«.
Desde esa mirada sin esperanza se asoma a la vida cotidiana de los habitantes de la pensión. El texto se llena de conversaciones triviales, plagadas de frases trilladas, con las que los inquilinos van amueblando sus precarias existencias. Porque es probable que si intentasen expresar lo que sienten se pondrían a dar aullidos. Sabina, por ejemplo, que sobrevive vendiendo su cuerpo cada vez menos atractivo a cada vez peores postores, sufriendo abusos e insultos, y que se ha endurecido tanto que considera que es de idiotas acostarse con un hombre si no se le saca dinero a cambio. O Cleo, que rememora los buenos tiempos de cuando era bailarina de espectáculos eróticos en Tánger, ese pasado que idealiza y tiene razón en añorarlo, porque incluso aquello era mucho mejor que un presente de deudas que su marido –el judío, el sefardí, el hebreo, como lo llaman– no puede saldar ni siquiera robando. O Mohatá, el joven boxeador que parece encajar todos los golpes y que en cierto momento decide dar a su cuerpo un uso más lucrativo y menos doloroso –por lo menos de inmediato–. Y sobre todos ellos reinan los dueños de la pensión, la señora Eloísa, que ahorra todo lo que puede en comida a costa de los inquilinos, y su marido, el señor Joaquín, orgulloso condecorado con no sé qué cruz y excautivo de los rojos, cómplice más que voluntario de exprimir el poco jugo que le queda a esa gente a la que apenas se puede estrujar más.
Ah, y el hijo de ambos, Francisco, un niño feroz que muerde y golpea y se entusiasma cuando los inquilinos torturan a una rata que acaban de capturar, porque en ese mundo terrible hasta los niños han perdido la inocencia y la piedad; casi tan de vuelta de todo como los adultos, que desconocen la solidaridad, y son racistas, y malpensados, y murmuradores, y envidian a la vecina que ha prosperado un poco contra todo pronóstico, y se alegran de las desgracias de quien se hunde un poco más.
Usa un lenguaje obsceno, soez, se dijo de esta novela, y que se recrea en lo truculento y lo desagradable. Sucede a menudo, que se acusa a una obra de lo que sucede en el mundo que retrata. Y Concha Alós lo retrata sin piedad alguna, pero no se lo inventa. Todo eso estaba ahí. Como estaba cuando lo retrataron Luis Martín-Santos o Camilo José Cela o Jesús Fernández Santos. Quizá se les podría reprochar a casi todos ellos una visión demasiado parcial, recordarles que en el proletariado, también en el lumpen proletariado, hay algo más, no solo miseria moral; pero el realismo nunca fue un instrumento de visión panorámica, sino que sirve más bien de lupa para fijarnos en aspectos concretos de la sociedad. Y quizá en aquella época era necesario ampliar lo que escondía la cosmética del triunfalismo. Y también una forma indirecta de revelar la brutalidad de la dictadura política y económica que era el franquismo.
Concha Alós puede medirse con cualquiera de los autores de su época a la hora de hacerlo y probablemente los supera en el retrato de unas mujeres aplastadas por una moral que exige su pureza mientras la mayoría de los hombres que las rodean lucha por corromperlas para luego abandonarlas. No recuerdo ningún otro libro que exprese tan bien la mezcla de culpa, asco, desesperación y rabia que sienten. Qué bien que editoriales como La navaja suiza o Editores Recalcitrantes hayan recuperado recientemente algunas de las obras de esta autora indispensable.
fuente: La Marea
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