lunes, 17 de enero de 2022

Entrevista a Martin Amis, autor de Dinero

 

Martin Amis: «Los escritores vienen de ninguna parte, y eso es bueno»

Publicado por Fotografía
fuente: JOTDOWN 

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Martin Amis vive en Cobble Hill, un pequeño barrio del Brooklyn bonito y caro. Su casa tiene tres plantas: el estudio en el sótano, la vida en la planta baja, la biblioteca y la intimidad en el primer piso. Se puede vivir bien si eres uno de los mejores escritores vivos en lengua inglesa. Muy bien. La sala de estar no tiene televisor, y se respira una quietud lujosa. Señala una mesa redonda de mármol sin pulir, rosada, como de café europeo: «Esta es la mesa de las entrevistas». Pasará toda la entrevista prácticamente en la misma postura, mirándome fijamente, fumando un cigarrillo electrónico. «He dejado de fumar y de beber». No contesta a mi «¿por qué?». Todo lo demás lo responde enseguida, pero sin prisa, desplegándose, de memoria. No para de citar, de recitar, y cuando termina, ha abierto siete temas nuevos y no ha terminado de responder exactamente a lo que yo le preguntaba. Da igual. Quizás no sea el pensador más profundo a este lado del Mississippi, pero escucharle es un placer transatlántico. Se le nota, eso sí, que es británico: habla desde las ruinas del imperio tanto como desde la seguridad de pertenecer a la más poderosa de las culturas de nuestro siglo. Su macarrismo, creo, también es un lujo.

Su relación con la prensa no es muy buena. Especialmente con la prensa británica.

No lo es, no.

¿A qué se debe? ¿Por qué le profesan ese… no lo llamaría odio, pero al menos algo de…?

[Ríe] Bueno, sí, odio es una buena palabra.

¿Lo es? De acuerdo, entonces: odio.

Tiene algo de accidente histórico. Aunque hay quien dice que no, yo creo que tiene que ver con mi padre. Viví la aparición de lo que se diría un antielitismo, que no existía para nada cuando publiqué mi primera novela en 1973. Todo el mundo estaba muy contento de que yo fuera hijo de un escritor, y vertieron en mí toda su empatía: «¡Oh! ¡Debe ser tan duro ser hijo de un escritor...!».

Pero no lo era.

No, no lo era, pero ahora sé que tiene que ver con empezar muy pronto. Si lo dejas hasta los veintilargos, creo que es muy difícil escribir a la sombra de un padre que se ha hecho un nombre en la literatura. Tienes que ser joven, valiente, y estúpido para empezar. Tienes que lanzarte de cabeza. Cuando te acercas a los treinta, le das demasiadas vueltas a todo, te vuelves demasiado autoconsciente: cómo va a sonar esta frase, qué objeciones se le pueden hacer. No puedes ser así; como escritor, tienes que escribir y punto.

De todas maneras, algo hay ahí: existen muy, muy pocos ejemplos de dos generaciones de escritores en una misma familia, en cualquier idioma. Los escritores vienen de ninguna parte, y eso es bueno. Tienen que venir de ninguna parte, de ahí que se sientan nuevos cuando llegan. Piensas: ¿y este quién coño es? Sus padres fueron maestros, o conductores de autobús, o lo que sea. Y es una experiencia nueva. Pero yo vengo de una familia literaria, y durante mucho tiempo no es que hubiera un novelista en casa, sino que había dos. Mi madrastra era escritora también.

Elizabeth Jane Howard.

Sí. O sea que durante una temporada fuimos tres novelistas bajo un mismo techo.

En sus memorias cuenta una escena preciosa: su padre corrigiendo una colección de relatos cortos escritos por su madrastra, y cómo esas correcciones estaban cargadas del momento sentimental que su padre y ella vivían en aquellos días.

Sí, exacto. Ese era el ambiente, todo mezclado.

Es cierto que su padre y usted no estaban de acuerdo en cuestiones políticas, pero si uno lee las cartas que usted le mandaba desde la escuela se aprecia que tenían una relación tierna, profunda, alentadora. Me hizo pensar en una especie de acumulación de capital, de capital literario, que usted heredó e hizo crecer.

Teníamos una relación fantástica. Era una relación padre-hijo muy buena. Christopher Hitchens decía que era la mejor que había visto nunca. Pero además era una amistad literaria. Y aunque teníamos opiniones diferentes sobre literatura moderna, estábamos de acuerdo en los principios básicos. O sea que no, no me puedo quejar.

Incluso memorizó algunos poemas de su padre cuando era adolescente. En sus cartas de la época del instituto le dice «este poema es de puta madre y me lo tengo que aprender de memoria».

Claro. Nunca tuve ningún problema en entender que yo formaba parte de una tradición, que es básicamente la de la novela cómica británica. Me sentía totalmente en casa en ese género. Sin embargo, también sentí que yo quería hacer cosas con la novela que no había visto hacer, pequeñas innovaciones.

¿Por ejemplo?

Creo que conseguí unir la novela americana y la británica. En términos de ficción, solía haber una tensión ridícula entre Inglaterra y Estados Unidos. Cuando publiqué Money, en 1984, creo que fui el primer escritor inglés en enviar a un británico a Nueva York y dejarlo impresionado de verdad, no burlándose de todo o quejándose de los americanos. El protagonista cree en serio que este es un sitio con clase [ríe]. A la prensa británica le caigo mal también por eso.

O sea que piensa que es cosa de nacionalismo.

Sí, algo de eso hay. Pero no es tan importante como la cuestión hereditaria. He dicho alguna vez que soy como el príncipe Carlos. Hace dos generaciones se lo habrían tomado muy en serio, el heredero del trono y todo el rollo. Ahora nadie le toma en serio en lo más mínimo. He coincidido con el príncipe Carlos varias veces y es buen tío, pero empieza una de cada dos frases diciendo. «Siento tener que decirlo, pero es mi parecer que…». Ex cátedra, desde el púlpito. ¿Basándose en qué, exactamente?

Por lo menos se disculpa…

¿Se disculpa?

No lo sé. Acaba de decir que empieza una frase sí y otra no diciendo «Siento tener que decirlo».

Sí, pero en realidad no le sabe mal. No lo siente ni un poco [ríe]. En cualquier caso, ahora el antielitismo, que todavía corre por ahí, cada vez parece más ridículo y te deja en evidencia. A mí me gusta preguntar a la gente: ¿eres muy antielitista cuando vas al médico? ¿Quieres que tu médico sea un tipo como cualquier otro? No. ¿Eres antielitista cuando te subes a un avión? ¿Verdad que no? Quieres que el piloto sea un experto en lo suyo. Hay algunos sectores donde el antielitismo nunca sale a relucir, porque todo el mundo entiende que es cuestión de ciencia. Pero la literatura es muy vulnerable a ese fenómeno.

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Sin embargo, he leído una cita suya que dice: «Los novelistas siempre asumen que lo que sienten es universal. Es la gran apuesta del novelista. Un escritor debe ser cada hombre (every man)».

Every man, con E mayúscula. Eso es lo que tienes que ser, y tienes que ser una persona que ame la literatura. Ambas cosas. También puedes hacerlo todo por instinto. Algunos escritores muy buenos hacen eso.

Como su madrastra.

Sí, ciertamente más que mi padre, que estaba muy anclado en la literatura inglesa y los poetas británicos. Lo que le importaba era la poesía, no le interesaba la ficción, y desde luego no le interesaba la alta literatura. Odiaba ese término. Le gustaban los thrillers, la ciencia ficción, cosas así.

Incluso Terminator II, dice usted.

Oh, sí. ¿A ti no te gusta Terminator II?

Me encanta. Estoy de acuerdo con su padre: es una obra maestra.

Pues cuando me acostumbré a esa idea dejó de importarme que a mi padre no le gustara demasiado mi literatura, y que no le gustara ni uno solo de mis contemporáneos.

Usted ha explicado que su padre dejó de leer su novela Money justo cuando su personaje, el personaje llamado Martin Amis, aparece. Me imagino que tiene que ver con ese factor posmoderno: la aparición del autor. Pero, la verdad, sus novelas no son tan posmodernas.

Sí, y además el posmodernismo resultó ser un paso en falso. O sea, estuvo bien probarlo, pero resultó ser un callejón sin salida. Por otra parte, tuvo un increíble poder de predicción en la política. La política hoy es totalmente posmoderna. Los políticos no intentan colártela, te cuentan lo que están haciendo. Tienen que actuar para cierto público y todo el mundo lo entiende. La política actualmente es un formato mediado. Y la ficción estaba muy en esa línea.

El historiador marxista Eric Hobsbawm dice que los expertos en moda son uno de los grandes misterios de nuestro tiempo: pueden predecir el futuro. Son de una estirpe notoriamente irreflexiva. No se sientan a discutir sobre el futuro. Van, y lo hacen: predicen qué va a pasar dentro de seis meses o un año. Si hay algo de verdad en eso, y creo que debe haberlo, entonces es posible que el novelista también tenga esa capacidad subliminal de ver hacia dónde van las cosas.

En sus memorias (2001) habla de hacia dónde van las cosas, y apuesta por las novelas sobre ciencia. «Ahí es hacia donde se dirige la novela, para llenar el vacío creado, tal vez, por el fracaso de su disciplina hermana, la filosofía de la ciencia, y por la indiferencia y desprecio con que los científicos la tratan».

Y va a continuar así hasta que los novelistas dejen de hacerlo, si es que dejan de hacerlo algún día. Lo de la filosofía de la ciencia es muy real: Einstein solía leer mucha filosofía de la ciencia. Hacía grandes descubrimientos, pero también quería saber qué haría la filosofía con ellos. Se preguntaba: ¿de qué tipo de conocimiento trata? Cosas que tú y yo apenas entenderíamos. Hoy casi nadie lee filosofía de la ciencia. Tú y yo, por ejemplo, no la leeríamos.

¿Existe un cisma entre los científicos y el sentido? ¿Son incapaces de ir más allá del experimento concreto?

Es la especialización. Y como resultado hay un vacío. Pero no es que alguien dijera: «¡Oh! ¡La filosofía de la ciencia está en declive! ¡Escribamos novelas sobre ello!». Es solo que los novelistas son conscientes de que la ciencia juega un papel más central en sus vidas, e intentan entenderlo. Escritores como Jonathan Franzen son muy buenos asimiladores de ciencia, como lo era Updike con los ordenadores: un tipo increíblemente avanzado. La versión de Roger es muy impresionante. Updike podía leer y comprender cosas hasta niveles de doctorado en poco tiempo. Ian McEwan, como siempre, está muy interesado en el conflicto entre la ciencia y la religión, o la superstición, o todo tipo de creencias.

Usted también, en cierto modo.

Un poco, sí. Antes leía mucha cosmología. Salman Rushdie dice que siente un agujero en forma de Dios en su interior, donde la creencia no aparece. Hay en él un vacío que Dios ocupaba para su padre y su abuelo. A mí no me pasa: yo siempre he sido «irreligioso», excepto por unos breves seis meses cuando tenía ocho años. Hasta coleccionaba Biblias. Pero siempre supe que vivía en una casa sin Dios. Así que una vez que estaba rellenando un formulario para el colegio, me encontré con una pregunta que me hizo pensar: ¡A tomar por culo!, ¿por qué metéis las narices donde no os llaman? La pregunta era: «¿De qué religión eres?». No tenía ni idea, así que grité: «¡Mamá! ¿De qué religión somos?». Hubo un largo silencio. Y luego más silencio. Y entonces mi madre dijo: «De la Iglesia anglicana». Y yo respondí: «¡Gracias a Dios!» [ríe]. La Iglesia de Inglaterra no te exige nada [ríe].

Se considera agnóstico, ha dicho, pero no ateo, porque el ateísmo es una forma de creencia.

No es tanto eso como que siento que estamos en una posición de ignorancia sobre el cosmos tan… Resulta risible, embarazoso, lo poco que sabemos sobre la formación de galaxias, y sobre otras cuestiones básicas: la materia oscura, por ejemplo. Hace unos años todavía la llamaban «material». No tenían ni idea de lo que era. Ahora creen que se trata de una especie de átomos muy jodidos que de algún modo nunca llegaron a… [ríe], una suerte de… átomos deformes. Así que creen tener una idea aproximada de lo que es. Decir que no existe una inteligencia superior en el universo cuando de hecho el universo es en sí mismo una inteligencia superior a nosotros… A mí me suena como a prueba de algo, o ciertamente a una hipótesis robusta de que existe una inteligencia superior.

Bueno, podría ser solo una proyección. Proyecta un significado en el universo que usted llama inteligencia.

Sí, solo inteligencia. Eso es todo. Pienso en ese cuento sobre un planeta. Empieza con una descripción. No podría ser menos hospitalario: química sin agua, aire tóxico, todo mal. Arthur C. Clarke escribe que es «adverso a la vida, pero no adverso a la inteligencia», porque hay mucha actividad eléctrica. La idea de que una inteligencia pudiera desarrollarse de manera del todo independiente es sin duda una idea maravillosa. Así que soy partidario de mantener una posición de humildad. Si tuviéramos aquí a un creyente, un agnóstico y un ateo, yo estaría entre el agnóstico y el ateo, basculando hacia el ateísmo, pero todavía necesito que haya muchas más cosas verificadas por seres humanos sobre el universo para ser ateo.

En sus novelas lo divino está ausente. Ni siquiera existe esa vieja sensación: el asombro. Incluso la presencia del cosmos es apocalíptica. Hay un momento, en Campos de Londres en que Sam (el narrador de la novela) habla sobre otro personaje: «Así que a su modo Guy Glinch confrontaba la pregunta central de su tiempo, una pregunta que veías en todas partes, en cada titular y en cada corte de pelo: si en cualquier momento puede que nada importe, ¿quién puede decir que algo importa todavía?».

Correcto. El contexto es la doctrina de la destrucción mutua asegurada (la guerra fría, la era nuclear). Fue un momento particular. Quizás todavía tengamos que vivirlo de nuevo, con Putin aparentemente imparable, con esa especie de ambición infinita para el Estado ruso —todo basado en una terrible inseguridad—. Ciertamente no es un buen cóctel.

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¿Es Putin el villano de hoy?

El menor de mis hijos trabaja en la Foreign Office. Dice que la escalada militar de la que Rusia es capaz en su frontera occidental les permite hacer de un día para otro lo que a nosotros nos costaría un año preparar. Ese viejo miedo, el Ejército Rojo invadiendo y tú con armas nucleares como única disuasión, no es muy tranquilizador.

Otra cita suya: «A los hijos de la era nuclear se les debilitó la capacidad de amar».

Es la presencia de la muerte. El amor tiene dos enemigos, dos antónimos: el odio y la muerte. Recuerdo decirles a mis hijos, los chicos, antes de que la niñas nacieran, justo después del colapso de la Unión Soviética: «Estoy tan agradecido de que no tengáis que crecer como yo crecí» en lo que Hobsbawn llamó «una competición de pesadillas».

La guerra fría se luchó en las pesadillas.

Solo la luchamos en nuestros sueños, en ningún otro lugar. Quizás en las películas, en las novelas, eso es todo. Y continué diciéndolo: «Estoy muy contento, estoy agradecido». Entonces, el 10 de septiembre del 2001, les decía: «Sois tan afortunados». [Ríe] Y al día siguiente: ¡zas!

¿Es una licencia o es biográfico? ¿El 10 de septiembre les dijo eso?

Oh, probablemente lo repetí; lo repetía como un borracho. Cuando me quejaba de la proliferación nuclear y la doctrina de la destrucción mutua asegurada, mi padre solía decirme: «Siempre hay algo». Ya había fallecido para entonces, pero mi padre hubiera mirado a Osama Bin Laden y hubiera dicho: «Ya viene otro, volvemos a lo mismo». Ahora no es Osama, ahora es Al-Baghdadi en el Estado Islámico: volvemos a lo mismo. Y debo decir que siento que puedo entender bastante bien qué motivaba a Osama, pero no tengo ni idea de lo que motiva al EI. Sé lo que ellos creen que están haciendo, pero no entiendo por qué la gente se les une. Conozco todas la razones que se dan, pero ¿por qué hay chicas jóvenes que se van con ellos? Cuando ves lo que hacen, ¿de veras quieres acercarte a ellos en lugar de alejarte lo más posible?

También pienso, ¿qué hay de todos esos intelectuales que no asistieron a la cena del PEN en honor a Charlie Hebdo? Escritores famosos como Peter Carey, Joyce Carol Oates, o Russell Banks: una lista larguísima. Su fracaso es equivalente a la indulgencia que se le prestó al comunismo bien entrados los años cincuenta y sesenta; de hecho, hasta la publicación de Archipiélago Gulag, de Solzhenitsyn, en 1973. Fue una ceguera voluntaria, y esa vieja cosa: «no hay enemigo a la izquierda», «cualquier cosa que sea antiamericana tiene que ser una buena idea».

Es un fracaso intelectual rotundo no poder identificar algo como EI, tan adverso a todo lo que amas. Y a pesar de todo, hay quien se une a ellos y quien dice: «No quiero parecer islamófobo». Islamófobo… cualquiera que dedique cinco minutos a esa palabra pasará a la historia como el mayor despilfarrador de tiempo que jamás se haya visto. Por supuesto que no eres islamófobo: tú lo que eres es islamisto-fóbico. ¿A quién le importa una mierda si alguien es musulmán? Eso te da igual. Lo que te importa es que alguien quiera matarte. Una fobia es un miedo irracional, y esto no es un miedo irracional. Lo que hay en Palmira no es miedo irracional.

En 2006, cuando volvió al Reino Unido después de vivir en Uruguay durante un par de años, dijo en una entrevista en The Guardian: «Algo extraño ha ocurrido, me parece a mí, en mi ausencia. No sentí que me estuviera volviendo más de derechas cuando estaba en Uruguay, pero al volver sentí que me había movido considerablemente a la derecha mientras me quedaba en el mismo sitio».

Sí, porque todo el mundo se había movido hacia la izquierda. Tiene que ver con la clase de los opinadores. Es todo la cuestión del islam. Están aterrorizados por si parecen racistas. Puedes hacer lo que te dé la puta gana en el mundo moderno siempre que tu piel sea lo bastante oscura; si es así todo vale.

Esta es una afirmación poco sutil.

Si hubiera un montón de rubios haciendo este tipo de cosas en Oriente Medio, ¿crees que les tendrían alguna simpatía? No lo creo.

Hace unos años, tuvo que refinar su posición pública sobre el islam y el islamismo porque le etiquetaron de islamófobo.

Poco antes de Pearl Harbor, cuando los líderes japoneses hicieron sus cálculos, uno de ellos dijo: «Podemos crearles un infierno durante un par de años, pero no tenemos ninguna posibilidad contra la potencia de la economía norteamericana». Piensa en todas las locuras y toda la crueldad que vino después: la masacre de Nanking, todo lo que hicieron en China, los campos de prisioneros, y todo lo demás. A ser anti-eso lo hubieran llamado «fobia a lo japonés», pero no lo es. Algunas cosas están muy claras y son muy obvias. Esta es una de ellas.

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En su ensayo Terror y aburrimiento dice: «Las costumbres y tradiciones varían de país a país y uno no puede sostener razonablemente que un ethos es mejor que otro». ¿Es esta su apuesta por el relativismo cultural?

Pueden ser tan diversos culturalmente como quieran. El problema es cuando aparece la coerción. EI es básicamente un gran código penal. Obliga a los demás a comportarse de una cierta manera. Mi hija de dieciséis años se quejaba el otro día justamente de esto, cuando discutíamos sobre esa funcionaria de Kentucky que se negó a emitir una licencia de matrimonio a una pareja homosexual. Mi hija dijo: «no es de su incumbencia, lo que hagas es cosa tuya. Cuando fuerzas tus creencias en otra persona…» y tenía escalofríos de rechazo.

¿Ha leído la decisión del Tribunal Supremo sobre el matrimonio gay?

He leído citas en la prensa: muy conmovedora, escrita con mucho estilo.

Algunos críticos sostienen que el argumento no es muy bueno, a pesar de lo bella que pueda ser la prosa.

La cuestión de la igualdad me pareció que era muy clarificadora: si tú te puedes casar, ¿por qué ellos no? Y, como dijo Christopher Hitchens, los conservadores se equivocan por completo cuando dicen que se trata de algo radical por parte de los gais. En realidad es muy conservador. Es un compromiso muy cuco: ¡es burgués!

Me ha dicho que no entiende por qué la gente se une a EI y, en su última novela, La Zona de interés, hay un epílogo en el que dice no entender a Hitler tampoco. ¿Son casos extraordinarios? ¿Fue el nazismo tan distinto de lo que hizo, por ejemplo, el Imperio británico con sus colonias? ¿Qué es tan distinto en el nazismo que escapa nuestra comprensión, si la historia, y la historia de Europa en particular, está repleta de limpiezas étnicas, destrucción, odio y dominación?

Normalmente puedes encontrar una razón coherente para explicarlo. Por ejemplo, en Darfur gran parte de la limpieza étnica se explica por el cambio climático. Está cambiando el carácter de las tierras y uno las necesita para cultivarlas. Existe una causa, una causa razonable, por muy moralmente discutible que sea. Pero no hay nada para entender a Hitler, solo el antisemitismo, que a él le duró toda la vida.

También era parte del sustrato cultural europeo.

Sí, pero incluso en su último testamento Hitler escribió que el veneno de la humanidad era la judería internacional. Es ridículo, estaba basado en la nada. Se sustentaba en Los protocolos de los sabios de Sión. Una falsificación. No, no era una falsificación, fue un invento, una fabricación. Todo el mundo lo llama una falsificación. Todos los historiadores usan esta palabra: falsificación. ¿Una falsificación de qué? Falsificación sugiere algo real, un documento auténtico. No es una falsificación, es una fabricación. Lo creó la policía secreta zarista, la Okhrana, a principios de siglo. Hitler siempre decía que era auténtico porque necesitaba una razón para hacer lo que hacía.

El antisemitismo en sí mismo es algo muy raro, y no lo entendemos. La gente que odia a los negros no dice que son responsables simultáneamente de traer enfermedades y de controlar Wall Street. El antisemitismo es una idea esquizofrénica, una clásica idea esquizofrénica.

Pero tiene una larga historia. A solo un par de paradas de metro de aquí, está el barrio judío hasídico. Vinieron de Ucrania, donde los pogromos rusos casi los exterminaron dos veces. Les culparon de la muerte del zar. Oleadas de judíos huyendo de esa esquizofrenia han estado levantando barrios en Brooklyn desde el siglo XIX. Hay una continuidad, no solo la locura de Hitler.

Viene y va. Saul Below dijo una vez que la historia del mundo es la historia del antisemitismo. Y estaba siendo deliberadamente hiperbólico, pero es cierto que es una especie de termómetro en la boca de la humanidad: cuando la fiebre sube, sube el antisemitismo. Es la manifestación de una enfermedad que siempre está latente. Parece estar constantemente a punto de la erupción en Europa y en el resto del mundo.

El mapamundi del antisemitismo que elabora la Anti-Defamation League —te lo recomiendo, lo puedes encontrar en Google— es un mapa muy bien hecho con porcentajes de antisemitismo. Miden qué apoyo obtienen en cada país una serie de proposiciones antisemitas: «Los judíos tienen demasiado poder», y cosas así. Los números de Oriente Medio son para reírse: 90 % de antisemitas (en Arabia Saudí, Iraq, etc.). No son tan incontrolablemente altos en Rusia: 30 %. En Alemania: 27 %; en Austria: 28 %. Lo más sorprendente es que, en Europa, muy por delante de los demás, está Grecia: 70 %. Este dato sugiere que una crisis económica lleva a la gente a mirar a su alrededor en busca de un enemigo. Pero el siguiente en la lista es Francia: 37 % ¡Francia! Estuve en Francia no hace mucho y la gente dice que el sur ya es fascista. Francia parece siempre estar lista para algo así. Recuerda el caso Dreyfus: dudo que el Estado de Israel hubiera existido sin el caso Dreyfus. Fue la conmoción del caso Dreyfus lo que llevó a los padres del sionismo a la acción.

Pero Hitler es distinto. Ha habido muchos intentos, particularmente entre historiadores alemanes, de mostrar una continuidad entre Stalin y Hitler. «Hitler lo aprendió todo de Stalin, son lo mismo». Y las cifras son ciertamente comparables, pero si uno quiere entender a Stalin no es muy difícil. Basta con ir a Marx, está todo allí. Cuando Stalin apareció y las cosas se pusieron muy violentas, hacia 1930, todo el mundo —incluido Bukharin, el bolchevique hippy— estaba de acuerdo en que no colectivizar la agricultura era equivalente a abandonar el experimento y aburguesarse. Y, como Hitler le dijo a Stalin, diez millones de personas murieron con las colectivizaciones. O piensa en el genocidio de la hambruna en Ucrania, perfectamente comparable al Holocausto en su crueldad. Marx estaba equivocado, ciertamente muy equivocado respecto al comunismo en Rusia, pero a diferencia del marxismo, el hitlerismo no tiene ideología. ¿Qué? ¿El Lebensraum, el espacio vital? Eso es todo. Se trata de una idea del siglo XIX en realidad: la conquista.

La historia de la formación del Estado moderno en Europa es precisamente esa historia de conquista y de dominación de las minorías por parte de las mayorías, a menudo étnicas. El hitlerismo podría ser simplemente el intento alemán de convertirse en lo que Francia devino tras la Revolución francesa.

Ciertamente. La idea de unidad estuvo claramente detrás de todo. También hay alemanes que sostienen que toda la distorsión que acabó en el hitlerismo venía de Bismarck: la unificación de un país que no tenía ninguna necesidad de convertirse en Estado. Realmente fue colonizado por Prusia y esos ducados y principados, pequeños y amables, fueron amordazados hasta convertirlos en un solo Estado, un Estado con el mismo derecho a ser un imperio que el resto. Esa es la gran distorsión, dicen.

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Volviendo a La zona de interés, sus editores franceses y alemanes no quisieron publicarla. Confieso que no entiendo la polémica ni el argumento sobre el respeto y los límites del humor. Hay humor en la novela, cierto, pero es un libro serio que hace una pregunta profunda sobre la vida que llevaban los encargados de los campos de extermino, y su capacidad para amar, para enamorarse y para odiar por cosas insignificantes.

Yo tampoco la entiendo, pero tampoco le veo gran cosa. En Francia, por ejemplo, el fin de la relación con Gallimard no fue muy parsimonioso. Fue muy desagradable, una putada. Y no dieron ninguna razón. Los alemanes sí dieron una razón, pero los franceses no. La señora que manda en Gallimard ahora se ha visto forzada a dar explicaciones porque la gente está cuestionándolo. Así que se inventó una razón: dijo que era una novela cliché. Ya, seguro. Cuando los editores dicen que no, especialmente a alguien a quien han estado publicándole libros durante mucho tiempo, es porque no ganan suficiente dinero. Esa es la única razón. No pueden decirlo directamente porque se supone que son editores, con ideales. Así que se inventan una razón o leen mal la novela, como hicieron los alemanes. Los alemanes creyeron que la evolución de Thomson [un personaje central de la novela], de nazi a saboteador, era ambigua. Pero de hecho es muy clara. Simplemente les seguía el rollo a los nazis, hasta que dejó de hacerlo.

Parece que Thomson simplemente se prepara para el futuro cuando ve que Alemania va a perder la guerra.

Sí, bueno, más bien hace lo que puede siguiendo la ideología y dando malos consejos. Dice que el único lenguaje que los judíos entienden es el látigo porque no quiere que la fábrica del campo produzca nada, y esa es la forma segura de hacerlo. Luego, cuando se enamora, siente que debe hacer más. En cualquier caso, no hay ninguna ambigüedad. Así que ni se me pasa por la cabeza que la decisión de no publicarme tenga que ver con la mala conciencia sobre el Holocausto.

En la novela los nazis son todos idiotas. Echo de menos la idea de un nazi esperanzado, sensible, inteligente: un nazi de veinte años en enero de 1933, exultante porque Hitler finalmente ha llegado al poder. ¿Es ese el gran tabú?

Hay novelas con ese tema. Sebastian Haffner, que es alemán y consiguió huir en 1939, escribió un libro sobre el momento en que los nazis llegaron al poder —él era un niño entonces—. Dice que ya no podías confiar en tus sentidos, que todo tenía una apariencia rara y enferma. Que todo parecía estar mal. Y así es como él lo desglosa: un 40 % de alemanes rechazaba a los nazis, algunos realmente odiaban a los nazis; un 20 % los amaba; y el 40 % restante simplemente pensaron: «mantén la cabeza gacha, vamos a salir de esta, todas las cosas pasan». Nunca estuvieron tan cohesionados como los nazis creyeron. Las SS estaban unidas, y las SA también, hasta que las destruyeron, pero eran un núcleo duro de jóvenes adoctrinados de arriba abajo. Cuando la guerra comenzó, hubo muchos jóvenes que dijeron: «Hemos nacido para esto: para morir en esta guerra, para dar nuestras vidas». Ese nihilismo es considerable.

Usted sostiene que la extrema crueldad de los campos de exterminio revela la verdadera naturaleza de cada uno, que hay una verdad que se desvela cuando uno es arrastrado a situaciones extremas.

Un superviviente dijo que en la vida normal, en tiempos de paz, nunca usas más del 10 % de lo que eres. No hay ninguna razón para profundizar en ti mismo. Sin embargo, cuando las cosas son extremas, cuando te metes en lo que un escritor describió como «una situación productora de atrocidades», entonces tienes que hacerte preguntas realmente severas. Durante el Holocausto, para víctima y verdugo por igual, esta era la cuestión: ¿estoy hecho del material humano que puede pasar por esto?

Una de las consecuencias colaterales más inquietantes de leer historia es que siempre te estás preguntando: ¿Y yo qué hubiera hecho? Como inglés sé muy bien que, si hubiera nacido veinte o treinta años antes, habría sentido que esta era una guerra de la que tenía que ser parte. Me habría alistado, habría ofrecido mis servicios.

¿Y si hubiera sido un alemán de dieciocho años en 1933?

Entonces eres como Günter Grass. Él tenía diecisiete años cuando se alistó, hacia el final de la guerra. Es la presión del grupo y el adoctrinamiento. No sé cómo era la vida de Grass, pero ciertamente no fue adoctrinado en sentido contrario en su casa. La presión del grupo es algo asombroso. ¿Has leído el libro Ordinary Men de Christopher Browning?

No, no lo he leído.

Es un libro breve sobre un batallón policial de la reserva que se encargó de muchos asesinatos en Polonia y Rusia —asesinatos de judíos—. Iban de pueblo en pueblo y mataban a todo el mundo. Eso es lo que hacían todo el día. De vez en cuando, alguien se negaba a hacerlo y al poco tiempo le mandaban a otro trabajo. Podían recibir algún codazo en la cola del almuerzo. A lo mejor les llamaban cobardes. Pero eso era todo. Browning señala, en una cita muy útil, que entre los miles de juicios en Alemania y Polonia, no hay ni un solo caso de alguien castigado severamente por no obedecer este tipo de órdenes criminales. Ni uno solo. Todos quisieron dar la impresión de estar obedeciendo órdenes por miedo al castigo. Pues no hay ningún caso que lo pruebe. La presión del grupo fue todo lo que necesitaron: nunca lo descuentes como fuerza. La gente preferirá matar a mujeres y niños todo el día, cada día, antes que vivir con el desprecio de su grupo, antes que recibir codazos en el comedor.

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En la novela, los nazis son muy conscientes de que los judíos son seres humanos con dignidad, y no es la deshumanización intelectual lo que les permite matarlos sin piedad, como suele sugerirse. Más bien es a partir de tratarlos con crueldad como los judíos se vuelven bestias y entonces, sí, los nazis pueden decirse: «¡Son bestias! ¡Podemos matarles!».

El ejemplo más claro en la novela de esto que dices es cuando Doll [el comandante del campo] escribe un informe sobre su visita al gueto y dice: mira a esta gentuza, si los dejas solos ni siquiera cuidan a su propia gente. Yo creo que simplemente con los guetos, el pensamiento que hay detrás de los guetos, ya tienes un crimen de guerra de gran envergadura y maldad.

Hannah Arendt se metió en problemas con la comunidad judía por decir (y hay cierta verdad en ello) que los Consejos Judíos de los guetos hicieron posible que el Holocausto siguiera su curso de manera ordenada. Sin embargo, Michael Burleigh, en su nueva historia del Tercer Reich, escribe que si pudieras oír pero no ver lo que ocurría, te daría la impresión de que el líder del Consejo Judío y el líder de los nazis de, pongamos, Loitz, están conversando razonablemente sobre cuotas y sobre a quién le toca ser el siguiente en irse. Pero una vez entras en la habitación, enseguida te percatas de que el líder judío está temblando de horror y odio. El nazi está fumándose un puro, echándole el humo en la cara, exudando desprecio porque sabe que lo tiene bajo su dominio.

O sea que Hannah Arendt se equivocaba.

Era una mujer increíblemente brillante. Era casi demasiado brillante. Tenía una gran mente de abogado. Se le notaba. Aunque también se lio con un nazi [Heidegger].

Es tentador leer Eichmann en Jerusaléni, de Arendt, como un rastro de migas o un juego de pistas para entender cómo pudo enamorarse de un nazi.

¡Exacto! Pero en realidad es un tema colateral. No está presente en sus libros. No es como si te encontraras de pronto con un: «¡Uh! Ahora me mola Heidegger» [ríe]. De todas maneras, la banalidad del mal no ha envejecido bien. Recientemente leí que la describían como «la peor periodista de sucesos de todos los tiempos», porque se tragó la presentación de Eichmann en el juicio de Jerusalén. En realidad Eichmann no era banal de ninguna manera. Llegó a decir: «Saltaré riendo a la tumba porque la idea de tener sobre mi conciencia la muerte de cinco millones de judíos me da especial satisfacción».

Quizás fueran banales al principio, como dijo mi viejo amigo Robert Jay Lifton (autor de The Nazi Doctors). Eso es perfectamente cierto. La mitad lo eran, incluido Hitler, quien podría haber sido un pintor bisexual en algún estudio austríaco de gusto exquisito si hubiera tenido algo más de talento. Rudolf Hess podría haber sido, quizás, un burócrata menor en algún cuartel perdido de Alemania. Pero no fueron banales una vez empezaron. Dejaron de ser banales. Sebastian Haffner dice que nunca fue una ideología, que era el grito del disturbio. El quid era: «Los que pegaríais, robaríais, torturaríais y mataríais a quien nunca os ha hecho ningún mal, venid y uníos a mí. Esa es nuestra raison». Esto no tiene nada de banal.

Como unirse a EI.

Sí, unirse a algo. Haffner dice que es la debilidad alemana. Y Goethe dijo de la naturaleza alemana que es impresionante individualmente, pero increíblemente deprimente en masa. Creo que esta es una gran verdad de los seres humanos. Todos están bien si están solos. Son unos muchachos fantásticos cuando están solos, pero cuando se juntan, en fin, todos, en nuestra experiencia, lo hemos visto y hecho. Yo solía tirarles los sombreros a las viejecitas por la calle cuando estaba con mis colegas; nunca lo hubiera hecho estando solo.

¿Cree que existe el carácter o la naturaleza alemana o inglesa?

Creo que es de locos decir que no existe. A nadie le importa si lo que dices es agradable. Orwell dijo que a los ingleses les gustan las flores. Nadie podría objetarle nada. «Los irlandeses son grandes conversadores». Lo son. Nunca he conocido a un irlandés que no hable bien. Pero a la que es algo negativo, tolerancia cero.

Por eso lo pregunto. Es una forma controvertida de describir el mundo.

Claro, pero claramente hay características nacionales. Sería muy raro que no las hubiera. Tal y como lo cuenta Sebastian Haffner, los alemanes eran una nación de poetas y filósofos, hasta que se convirtieron en un Estado-nación, algo que no eran. De ahí que siempre estuvieran insistiendo en lo de ser una comunidad orgánica, porque es lo que no tenían. Demasiados alemanes, novelistas además, han dicho que sienten el deseo fatal de ser una comunidad. Los alemanes, parece, son muy susceptibles a eso. Pero habla con cualquier ruso y te dirá que el gran tormento del alma rusa es no saber hasta qué punto son europeos y hasta qué punto son tártaros, del este. Así que sí, hay características nacionales, aunque sean negativas.

Cuando su hermana murió, usted dijo que fue víctima de la revolución sexual (de la que habla en la novela La viuda embarazada). Fue aplastada, dijo, por las presiones a las que las mujeres se han visto sometidas desde que la idea del sexo antes del matrimonio se convirtió en la norma. ¿Cree que las mujeres sufren las secuelas de la revolución sexual? ¿Y los hombres?

No, no: yo creo que ha sido algo fantástico para las mujeres. Ha sido fantástico para todo el mundo. Pero no hay revoluciones sin bajas. Hubo mujeres que probaron la liberación y no les gustó, y se retiraron a sus vidas burguesas…

¿No fue la revolución sexual una revolución burguesa?

Acabó siéndolo, pero al principio fue algo radical. En cualquier caso, la mayoría de las mujeres encontraron su camino, dijeron: «no me gusta esto, me gusta aquello», y simplemente se crearon un modus vivendi a su medida en la nueva realidad. Sin embargo, hubo mujeres como mi hermana que no pudieron soportar la libertad. Una de las principales razones por las que incluí esa suerte de tema islámico en La viuda embarazada es la convicción de que es el único tipo de régimen cultural contra el que mi hermana no habría tenido que luchar tanto. Podría haber vivido con esas reglas. Cualquier libertad era demasiado para ella. En lo que a mí se refiere, nunca fui un contrarrevolucionario. Fue asombroso, sorprendente, extraordinario lo rápido que cambió todo. Fue una revolución auténtica.

Martin Amis para JD 6

Ha dicho: «La edad diluye a los escritores. El peor de todos los destinos trágicos es perder la habilidad de impartir vida a tus creaciones (tus creaciones, en otras palabras, ya nacen muertas)». ¿Se está usted diluyendo con la edad?

¿Me estoy diluyendo con la edad? ¡Argh! Todavía no. En este momento, he escrito ciento cincuenta mil palabras de una novela autobiográfica. En realidad no es sobre mí, es sobre ciertos escritores, amigos, gente que conocí. Sí que siento que está como desbravado en el sentido de que estoy escribiendo sobre la vida. Es ese nuevo género que llaman literatura sobre la vida. ¿Has oído hablar de él? [Ríe].

Me suena, sí [río].

Pues eso. Bueno, Saul Bellow es muy interesante en este sentido, como en tantos otros. Él tomaba personas directamente de la vida real y las ponía en la página sin alterar nada. Algunos de sus mejores amigos tuvieron que firmar documentos comprometiéndose a no denunciarle. Nunca estuvo muy interesado en lo que creo que es la responsabilidad de la novela con la forma. Se ha dicho de las novelas sobre Auschwitz que o bien no son sobre Auschwitz o bien no son novelas. Algo hay de cierto ahí, creo. Normalmente no son novelas. Hay algo en Auschwitz que se resiste a la forma de la novela. Cuando tuve la idea para La zona de interés supe que sería una novela. Quizás no sea sobre Auschwitz, pero es una novela. Tampoco es que tuviera una necesidad acuciante de desahogarme sobre Auschwitz porque ya había escrito una novela sobre el Holocausto.

La flecha del tiempo. Es, creo, la más esperanzadora de sus novelas. La narrativa va hacia atrás en el tiempo y el Holocausto se transforma en una historia de curación en lugar de una historia de destrucción. La guerra se convierte en un proyecto europeo: usar sus ruinas para fabricar judíos.

[Ríe] Sí, convocarlos de las cenizas. Pero es esperanzadora en un sentido terrible. Funciona porque la flecha del tiempo es la flecha de la moralidad, curiosamente con una consistencia del 100 %. Hazlo correr para atrás en el tiempo y un moralista se tornará un inmoral y viceversa.

En cualquier caso, lo que sentí cuando estaba empezando a escribir La zona de interés fue que sería una novela, y con esto quiero decir que tenía que ser muy coherente, que todas las escenas que no contribuyeran de alguna manera al tema central serían cortadas.

Cuando te preguntas si cortar o no, siempre se trata de lo mismo: ¿tiene que ver con el tema central? Si no, o si albergas dudas al respecto, se elimina. Si tienes tus dudas, pero tiene que ver con el tema central, entonces se queda y arreglas lo que sea que está mal. Las imágenes serán coherentes, habrá un sistema de imágenes. Todo esto va con la novela, en mi opinión. Infliges gran violencia a las cosas para darles la forma correcta para una novela. A Saul Below nunca le interesó todo esto.

Así que, dado que el libro en el que está trabajando es autobiográfico…

Son unas memorias de ficción. De ficción. Insisto en ello porque la ficción te da libertad, te puedes inventar cosas.

Pero el uso de material autobiográfico, ¿es una retirada por su parte?

Sí, pero cuando termine con esto —que me va a llevar unos seis meses más— entonces quiero escribir algo sobre la cuestión racial en Norteamérica.

¿Ha cambiado su opinión sobre el racismo desde que se mudó a Nueva York?

Viví un año en Estados Unidos cuando tenía nueve años, mi mujer es norteamericana, y mi primera mujer es norteamericana. Cuatro de mis cinco hijos son medio americanos. Mi madre vivió muchos años en Estados Unidos. Pero cuando vienes a vivir aquí —llevo cuatro años ahora—, las cosas que ignoras con un gesto de los hombros —«Ah, América es así»— ya no puedes ignorarlas más. Te das cuenta de qué lugar más históricamente cruel es este. Un país increíblemente cruel. Hacen muy buen trabajo manteniéndolo bajo control, pero la profundidad de la crueldad necesaria para la esclavitud, y luego un siglo entero tras la guerra civil, cuando simplemente encontraron la manera de mantener la esclavitud con otra forma… En fin. Como dice el último libro de Michelle Alexander, The New Jim Crow: «La solución más reciente al problema de los negros es encerrarlos a todos, encarcelamiento masivo».

Al principio del mandato, usted dijo: «Un excelente escritor en la Casa Blanca: amo a Obama».

Es maravilloso tener a un escritor en la Casa Blanca. Y es un buen escritor además. Es bueno rítmicamente, el mejor desde Lincoln. Dicen que hacia el final de su primer mandato, Obama sufrió una depresión clínica, y que no podía medicarse porque el historial médico del presidente es público. Es posible que así fuera. Se le veía tan claramente frustrado, no conseguía aprobar nada. Ahora está teniendo un par de años muy buenos, el tío está que se sale: el matrimonio gay, el acuerdo con Irán, cuando cantó «Amazing Grace», la reforma sanitaria. Algún tipo de control de las armas de fuego sería un gran final, porque lo de las armas es algo realmente idiota que tienen aquí. Pero mi teoría es que tener un presidente negro ha empeorado la cuestión racial.

¿Empeorado?

En el buen sentido: la ha visibilizado. Ahora hay una conversación en curso, antes no. La ha empeorado porque el más despreciable de los palurdos siempre podía decirse a sí mismo: «Soy mejor que esos putos negros que viven allá abajo». Ahora ya no pueden decirlo. El día que Obama fue elegido, algunos se dijeron: «Bueno, si un puto negro puede ser presidente, entonces Jimmy puede tomarse otro trago». Pero si un puto negro puede ser presidente es algo brutal para América. Obama está muy seguro de sí mismo, es inteligente, tiene una gran educación, y ya no pueden decir: «Soy mejor que todos los negros de América», que es lo que antes decían. Así que ciertamente su presidencia ha exacerbado las cosas. Es un momento muy interesante para vivir aquí.

¿Qué piensa de Donald Trump?

Es la era de la personalidad, no de las políticas. Trump se ha beneficiado de ello. Si lo hace conscientemente no lo sé. Ha perdido la cabeza. ¿Le has visto últimamente en alguna entrevista? No puede parar de hablar. Ha perdido un tornillo. Es un megalomaníaco; siempre lo ha sido, pero ahora lo es a nivel nacional. Nos está mostrando la ruina del partido republicano, un partido noble que nació a mitad del siglo XXI contra la esclavitud y, mira ahora, todos son horribles.

De niño, con Franco aún coleando, vivió unos meses en Sóller, Mallorca. Iba al colegio en Palma. En sus memorias parece más preocupado por su paisaje interior —la separación de sus padres— que por el paisaje exterior. ¿Tiene recuerdos de Mallorca?

Hemos ido a Mallorca este verano y fuimos a Sóller. Está todo muy cambiado. Recuerdo, eso sí, a la Guardia Civil con metralletas diciendo a las chicas que no podían ir en bikini. Además, mi madre vivió en Ronda muchos años y dos de mis hermanos todavía viven allí. Fue allí donde tomé más conciencia de la presencia de la dictadura. En Mallorca iba a una escuela internacional y para mi hermano mayor y para mí, dos chavales extranjeros, había un margen de libertad que no teníamos en Inglaterra. Recuerdo que me gustaba meterme en los vagones de tercera clase del tren porque allí podías ver a mujeres amamantando a sus bebés. Increíble [ríe]. España es mi segundo país europeo. Mi hermana fue a una escuela local y aprendió español. El que fue marido de mi madre durante muchos años tenía un español fluido. Y mi hermano, el que vive en Ronda, prefiere hablar español a inglés. El inglés le da mucho trabajo y cuando se relaja habla en español.

¿Está al caso de la literatura, la cultura o la política españolas?

No sigo ninguna literatura extranjera porque no hablo la lengua. Es una especie de superstición, siento que no sacas mucho de las traducciones. Algunos escritores se traducen fácilmente, como Kafka, por ejemplo. Tolstoi parece traducirse con gran pureza. Dostoievski, en cambio, sé que sería mucho más divertido si no fuera por esa traducción victoriana tan tradicional. A veces leo literatura traducida, pero como un deber, a ver si saco ideas. Nunca por placer. Leer traducciones es como mirar la fotografía de un cuadro.

De la política solo soy consciente del separatismo en Barcelona. Es imposible ir a Barcelona y no darse cuenta.

Martin Amis para JD 7

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