sábado, 11 de enero de 2014

Cuando yo era pequeña no había marcapáginas.



Francamente no me acuerdo con qué se hacían propaganda en las ferias del libro, cómo se estiraban los libreros, ni qué regalaban los viajeros a sus amigos bibliotecarios.
Tampoco me hago una idea de qué estaría coleccionado mi amiga Julia por aquel entonces.
Sólo había en  los misales, y maravillosos;  de cintas de seda de colores (no una sola roja corriente como las agendas de ahora) sino doradas, malvas, celestes, carmesíes y verdes ultramar. Las monjas cosían al final  medallitas que tintineaban como cascabeles cuando rezaban.
Sólo en los libros de cuentos. Más que verse se olían; pan y chocolate, pan y pepino, pan y pan. Algunas migas quedaban presas y pegadas seguramente por el azúcar sobre el aceite. Y por el aceite, bajo el azúcar, aparecían aureoladas de un círculo inalterable.  Otras, sin embargo, rodaban eternamente por el surco que separaba las dos páginas más interesantes de la historia; allá donde quedabas prendida una y mil veces.
Sólo en Corín Tellado o en Marcial Lafuente, los billetes rosados del metro de Madrid.
Sólo en la novela gorda; la brizna de hierba que habías tenido entre los dientes. La menuda concha nacarada en la playa con su séquito de arenas.
Sólo  el libro de geografía cuando cubría la novela mientras el maestro caminaba por tu fila de pupitres.

Cuando yo era pequeña no estaban prohibidos los marcapáginas genuinos; los naturales como la vida misma, los espontáneos de doblar el pico y se acabó. Eran baratos, cómodos e imperdibles aunque una pinta conflictivos pues a menudo olvidabas desdoblar y aparecían tres o cuatro marcas enigmáticas.

No sé cuándo tuve mi primer marcapáginas, pero por lo menos estaba terminando la carrera. Luego vino la debacle. Aprendí a comprar marcapáginas de alfombrilla tejida en seda en Estambul, preciosos Davides con todo al aire en Florencia, gorgonas de cabello de vívoras en Grecia, Torres Gemelas, ay, en Nueva York.
Hasta llegué a confeccionarlos para los niños de los cuentos: Mi mamá me cuenta. En mayo  aprendí a leer. Mi papá no me lee cuentos.
Los hijos y los sobrinos me fueron regalando marcapáginas con flores disecadas, plumas con la mano de Santa Teresa, alguna espadilla de pura plata renegrida con borla de general. Y un prodigio de tecnología conformado por dos imanes que apresan la lectura no sólo en la página sino en el mismísimo párrafo, en la palabra misma que quedó pendiente.

Aquél marcapáginas  había quedado olvidado por otro lector de mi biblioteca dentro de un best-seller americano maltraducido, petardo e intrigante de ineludible  lectura.
Era de los corrientes; rectángulo de cartulina plastificada, rojo total con una sola inscripción en negro, cuerpo 98, fuente Times New Roman : MARCOPÁGINAS.
Me pareció que una errata  había cambiado la A por O. Me lo adjudiqué porque no tenía dueño; yo era la duodécima usuaria del préstamo en un mes y no iba a ponerme a hacer indagaciones...

Estoy segura de que la primera vez lo empleé al terminar el prólogo.  Pero cuando reemprendí la lectura marcaba en la página 83. Le obedecí hasta la 120. Cuando lo recobré a la noche estaba en la página 5. Me vino muy bien porque no me había enterado de nada y volví a leer  hasta la 83.  Sólo al llegar el sábado pude retomar la lectura y  el marcapáginas estaba en la 25. Tenía razón porque lo había leído tan en diagonal (eso que se aprende en los cursillos de lectura rápida) que seguía sin enterarme.
Lo mejor fue que el domingo por la tarde señalaba la página 529. Lo acabé en media hora. No creí necesaria más lectura: los curas se iban a cabrear, el autor iba a hacerse millonario, pasaría al cine. Ella era la depositaria del Santo Grial  y él la amaba.

Por incordiar doblé varios picos pero al poco tiempo se estiraron sin dejar siquiera la huella de la doblez. Introduje marcapáginas intrusos de conocidas librerías. Todos desaparecieron, hasta el de Amazon que ya es audacia.   
Él mismo desapareció de mi best-seller para reaparecer en el otro libro del préstamo:
Era un  de estos de semiología donde a veces salta una sorpresa maravillosa. Se reclinaba entre las páginas  126 y 127. Hablaba de las marcas de la memoria...  Sugería un cuento como éste y en agradecimiento llené de migas la intersección.
Un poco mosqueado MARCOPÁGINAS voló al final. Y se quedó pegado (o sea; que quería un usuario nuevo.)
Lástima que el  autor; Profesor Bernárdez terminara su obra con  miniglosario, bibliografía e índice analítico...
Me habría gustado más un buen colorín, colorado.

Isabel Torres (club de Lectura Virtual de Dueñas)

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