INTRUSO DE LA BIBLIOTECA
Aquella
bibliotecaria era “la bibliotecaria:
Era
solitaria, erudita, perfeccionista y amable. Amaba la liturgia de su oficio, su aroma, su
transcendencia.
Memorizaba el contenido y ordenamiento
exacto de sus anaqueles, en segundos podía localizar cualquier volumen y hasta
oreaba de vez en cuando a los desclasados, los olvidados, los que, desde años,
nadie leía ni consultaba; de Zola a Blasco Ibáñez, de Juan Ramón (quién se lo
iba a decir) a las Enciclopedias tan caras, tan deseadas, tan maravillosas que ocupaban
inútilmente la zona noble y que nadie
había vuelto a solicitar desde el profesor Wikipedio.
Conocía los
principios de las grandes obras literarias, los finales de casi toda la
novelería, el orden de los Episodios Nacionales y los títulos, por temas, de las comedias de Lope.
Escrutaba el
estado de la media docena de casi incunables del su Archivo Histórico,
recientemente restaurados, suave el pergamino, controlada la humedad.
Custodiaba impertérrita los inútiles fondos que le enviaba la Diputación y
hasta era capaz de leer los best-seller sin saltarse página ninguna.
Confeccionaba
guías de lectura, montaba escaparates en las ventanas, convocaba pequeños
concursos, invitaba a jóvenes escritores y hasta organizaba jugosos cursillos
de caligrafía ( gótica, carolina, inglesa, redondilla…)
Atendía con
solicitud a los representantes de editoriales (¿para qué?), a los usuarios
mayores en busca de letra grande, a las amas de casa de recetas y de historias
de amor. A los estudiantes que nunca hallaban los fondos necesarios, a los
niños tragadores de cuentos, a los jóvenes de películas y músicas robables, a
los usuarios inquietos y respondones.
Era comprensiva
con los morosos y antipática con los que sacaban y no leían.
Aquella mañana,
sobre el mostrador encontró una pequeña caja envuelta en delicado papel de seda
ceñida con un lazo de raso color sangre de toro. ¿Unos bombones de un
admirador? ¿Un manuscrito de un joven poeta local?
Venía a su
nombre y lo abrió gozosamente curiosa… luego emitió un grito aterrador:
Era él. El
monstruo, el malvado, el ruin, el perverso, el ogro, la bruja, la parca, el
diablo. Pandora, Drácula, Hades, el Innombrable, la Medusa, el Averno, Caronte, el caos, la muerte, el fin.
Y era un libro.
¿Un libro?
Sin pastas, sin
lomo, sin canto, sin páginas, sin
tejuelo, sin signatura, sin ISBN, sin olor, sin tacto. Sin volumen (nunca mejor
dicho).
Rígido, blanco
como un sudario, sin corazón, sin alma.
Pero
tan coqueto, tan fino, tan manejable, tan sencillo, tan informal, tan moderno…¡Tan
e-book!
Lo
encendió; la página era blanca y opaca, sin brillos ni temblores, acomodó los
dedos a los mandos laterales, pulsó suavemente las teclas, emergieron las palabras,
agrandó las fuentes, abrió el índice y
encontró ocho mil de las páginas más guardadas de su corazón:
Saltó de Horacio
a don Juan Manuel y de Quevedo a las dos partes completas de don Quijote
con ilustraciones de Doré. Zarrapastreó
por tonterías de autoayuda y de un
completito código civil.
Y sonrió. No era
el malo. Si acaso el pillo. No era el traidor; más bien un lindo seductor.
No era un libro
ciertamente ¿pero era un “libre”?
No venía a
deshacer el imperio sino a engrandecerlo.
Porque aquella bibliotecaria,
coleccionista y conservadora por inherencia de su oficio, sabía que si algo no
podía impedirse era el libre volar de la creación. Sobre cualquier tradición,
en alas de cualquier soporte.
Y supo que ya no
podremos prescindir de este malo tan bueno, de este monstruo tan adorable.
Al fin, desde
siempre, los monstruos han sido los pobladores de nuestros verdaderos sueños.
Este
cuento lo conté allá por 2008; creo que se ha quedado desactualizado pero, por
tiempo que pase, ¿quién no sintió emoción, curiosidad y un cierto enamoramiento
ante el artefacto del que apenas podemos prescindir ahora?
Ya…
ya sé que el papel huele, que se accede mejor al índice o al sumario, que nunca
consume la pila…
Algo
así pasaría con el primer Gütemberg.
Isabel Torres.
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