A
ella lo que realmente le habría gustado era trabajar en una mercería. Desde chica se quedaba absorta delante del mueble
rizado de bobinas donde gama a gama, se deslucía el arco de colores con sus cabalísticos
nombres: Lila, malva, bermellón, musgo, cobalto, prusia, granate, sepia,
marfil, siena, fucsia, grafito, marengo,
coral, noche.
Le
asombraban las cintas de raso, las de goma, los galones, el retor, el
hiladillo, los siempre viejos ovillos de zurcir y los infinitos ojos de todos y
cada uno de los botones que asomaban desde sus cajas automáticas mirando en
cristal, en nácar, en hueso, en azabache, en pedrería, en pasta, en madera y en pasamanería.
Sólo
que a su tío abuelo le hicieron Gobernador Civil de aquella ciudad tediosa y
apocada. Y en el momento en el que abrió
la boca acerca de esa pobre sobrina huérfana le consiguió un trabajo. Y la
nombraron bibliotecaria, sin plazo de prueba, en régimen de funcionaria en
comisión de servicios de por vida; poco sueldo y muchas vacaciones.
No
fuera a incomodarse su Exmo. e Ilmo. Sr. Gobernador Civil...
La
Facultad tenía pocas facultades; más bien era una pequeña escuela de grado
medio para estudiantes de rechazo. La Biblioteca era casi lo más grande de todo
el edificio. Olía a humedad, como tantas; a viejo, como muchas, y era oscura,
incómoda, inadecuada y fría, como todas. Nunca entraba nadie. Como en todas.
Pero
tenía las paredes tapizadas de libros. Consiguió que el anciano bedel abriera
las enormes ventanas que llevaban años atornilladas. Y cuando entró a raudales
la luz de octubre ella quedó deslumbrada: Los libros eran de colores. Infinidad
de tomos del pergamino al ocre, del siena al sepia. Verdes ultramar deviniendo
en grises profundos, granates y azules espectaculares.
Pero
qué revueltos.
Estrenó,
creyó que estaba estrenando, una hermosa escalera provenida de alguna donación
palaciega y, tenaz y arriesgadamente, deshizo la verticalidad de los fondos
logrando un anaquel horizontal que
alfombraba caprichosamente los doscientos metros cuadrados del suelo de
la estancia.
Y
comenzó a recolocar los libros por las gamas de color que amaba desde niña. No
le salió muy exacta porque algún incongruente coleccionista había donado
decenas de libros encuadernados en un cuero tabaco, de tanta calidad que apenas
si había sufrido degradaciones. No así los azules de unos cientos e inacabables
tratados de economía que empalidecían disciplinadamente al tiempo que los
tejuelos; del marfil de 1951 al
blancuzco de 1972.
Cuando
mediaba octubre la biblioteca parecía una paleta de
pintor, un catálogo de esmaltes... un muestrario de bobinas.
En
noviembre llegó un nuevo profesor y
repartió entre sus alumnos una hoja bibliográfica imprescindible para preparar el
próximo examen parcial.
Y,
cuando el primer alumno entró en la biblioteca y pidió el manual de contabilidad que encabezaba la
lista, ella se caló las gafas y preguntó
profesional y candorosamente:
-¿De
qué color es?
Isabel Torres. Club de Lectores
de Dueñas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario