miércoles, 15 de mayo de 2024

La última vez que fue ayer

Agustín Márquez: «Me atrevería a decir que leer es una forma de vivir»

 

La última vez que fue ayer' en el barrio de Agustín Márquez - Cultur PlazaEric Gras – El Periódico Meditarráneo

Narrada en primera persona, con un estilo directo y voluntariamente aséptico, dicen desde la editorial Candaya, La última vez que fue ayer tiene algo de crónica íntima de unos de esos barrios periféricos de nuestras ciudades, castigados por la miseria, el deterioro y la violencia. El autor de esta novela es Agustín Márquez.
 
—Disculpa si soy demasiado directo, pero… ¿Cómo te has enfrentado a la escritura? No me refiero al enfrentarse a la página en blanco, sino al hecho de atreverse a «hacer literatura».
—Nunca he tenido la sensación, o al menos no lo recuerdo, de tener que dar el paso de decidirme a escribir literatura. Hubo un momento, hace ya varios años, en el que empecé a escribir porque necesitaba plasmar ideas que tenía en la cabeza sobre el papel, porque por entonces escribía en papel. Por eso este atrevimiento ha sido algo espontáneo.
 
Lo que sí me ha costado es hacerme a la idea de que al publicar iba a estar expuesto, y eso para mí ha sido complicado porque soy una persona bastante introvertida y además no me gusta hablar de mí, de hecho, en la novela, una de las primeras cosas que tenía clara es que la novela no iba a hablar sobre mí, no iba a ser una novela autobiográfica.
 
—Lector, bloguero, editor y ahora autor. Eso sí es dedicación o vocación literaria, ¿no?
—Creo que la verdadera vocación es la de lector, incluso me atrevería a decir que una forma de vida, no podría vivir sin libros, sin leer. Al final cada una de estas condiciones, la de lector, bloguero, editor y autor, cubren cierta necesidad en esta vida junto a los libros: uno lee porque a veces necesita escapar; crea un blog porque necesita hablar con los demás lectores sobre los libros que lee; edita porque quiere compartir con otros lectores libros y autores que considera que vale la pena ser leídos; y escribe porque necesita contar algo.
 
—¿Qué ha supuesto ver publicada tu primera novela cuando normalmente estás al otro lado, en el de la lectura, análisis y valoración de un texto?
—Lógicamente es una gran alegría, me siento muy afortunado de ver publicado un texto escrito por mí. Por otro lado me siento algo extraño, ya que, como decía antes, me cuesta hablar de mí, me cuesta aceptar algunos elogios, quizás porque siempre he estado más acostumbrado a recibir y aceptar críticas. Y por otra parte, es curioso ver tu libro junto a otros grandísimos escritores, porque uno no deja de ser un liliputino junto a gigantes.
 
—Háblanos de La última vez que fue ayer
—Como he comentado antes, cuando empecé a escribir la novela tenía dos cosas claras: no iba a hacer autoficción, es decir, no iba a hablar de mí; pero lo que tenía claro es que iba a situar la novela en algún espacio y un lugar que conociera, ya que de algún modo me iba a dar seguridad. Por tanto, de mí hay poco en la novela, casi nada; ahora bien, de mi barrio hay mucho. No hay ningún personaje que sea exactamente alguien de mi barrio, pero el espacio sí es muy similar al barrio en el que he crecido.
 
-Una de las características que más me han impresionado de la novela es su planteamiento, alejado de la estructura clásica. A veces, me recordaba a la forma de escritura de un Pablo Gutiérrez, por ejemplo. ¿Qué aspectos te interesan más de la literatura como autor/escritor?
—Me interesa la literatura que plantea preguntas, la que de alguna forma tiene cierto pacto social. No pretendo hacer literatura social, pero sí creo en la literatura que plantea cuestiones sobre lo que nos ocurre como seres humanos que viven en sociedad.
 
—Antes de que la novela haya llegado a muchas librerías, se ha anunciado ya una segunda edición. No es éste un dato baladí. Sabiendo que tu respuesta será «no», debo preguntar: ¿Podrías haber imaginado que algo así llegara a suceder?
—Pues, como dices, desde luego que no lo esperaba, de hecho, todavía no me lo creo. Lo único que puedo decir y que quiero decir en voz alta es que estoy muy agradecido a todas las personas que han creído y creen en este libro, puesto que si esto ha ocurrido es por las personas que han confiado en él.
 
—¿Qué ha supuesto que una editorial como Candaya confiara en tu novela y decidiera publicarla?
—Al principio pensé que era un lujo que una editorial como Candaya, que hoy en día tiene un catálogo de autores en lengua castellana envidiable, fuese a publicar la novela. Pero a medida que iba comentando a las personas que iba a publicar mi novela Candaya me decían: "Si la publica Candaya seguro que es buena". Así que llegó un momento en el que ya no pensaba que era un lujo que Candaya publicase la novela, sino que era un honor, porque está claro que hoy en día Candaya tiene un prestigio que, viéndolo como editor, es dificilísimo conseguir, de hecho, es a lo que toda editorial aspira, a tener un prestigio gracias al cual los lectores confían en lo que publicas. No lo he dicho antes, pero está clarísimo que el hecho de que la novela vaya por la segunda edición es culpa de Candaya. Además, trabajar con la familia Candaya, porque son una familia, es muy fácil, son unos grandes profesionales y unas magníficas personas.
 
Poder compaginarlo con mi trabajo y La Najava Suiza es mérito de mi pareja sobre todo; y por supuesto, también es gracias a Bárbara y Pedro, que son las otras dos patas de La Navaja Suiza. De momento, mientras ellos me aguanten, podré seguir compaginándolo.
 
-Luis Rodríguez, lector, escritor y amigo, siempre me insta a que pregunte a mis entrevistados qué están leyendo en el momento de hacerles la entrevista. Así pues, ¿qué está leyendo Agustín Márquez? ¿Qué nos recomendarías?
—Ahora mismo estoy leyendo un par de libros. La llama, de Arturo Barea, el tercer libro de la trilogía de La forja de un rebelde, y del que creo que no hace falta decir demasiado; por otro lado estoy releyendo el libro de relatos de Eduardo Ruiz Sosa, Cuántos de los tuyos han muerto. A Eduardo posiblemente muchas personas le conocen por la novela Anatomía de la memoria, una novela que, en mi modesta opinión, podría formar parte del catálogo de cualquier editorial, pero está en Candaya, ¡por algo será! Del libro de relatos de Eduardo me interesan mucho más allá de las historias, el estilo y el ritmo de los relatos. Bien, hay un tercer libro, pero tampoco quería hacer publicidad gratuita, estoy releyendo el próximo libro que publicamos en breve en La Navaja Suiza, Rey de gatos, de Concha Alós, un libro de relatos que la autora escribió en 1972 y cuyo estilo es muy cercano a los de Mariana Enríquez.

 

 

Agustín Márquez. Aquel olor olvidado, por Óscar Brox

4 septiembre, 2019 por Óscar Brox

En paralelo a la explotación comercial de la nostalgia, de la EGB, de las J’Hayber o de los chicles Boomer, queda ese poso de amargura, también llamado madurez, que se esfuerza en pensar el pasado sin tenerlo por una arcadia irrecuperable. La gentrificación existía en los 80 (y a finales de los 70, también) y su velocidad de transformación ha erosionado tanto lo material como, sobre todo, lo sentimental. Adiós a barrios, edificios y comercios, carreteras que necesitan asfalto y extrarradios que parecen planetas a años luz del centro de la ciudad. Hola a la comodidad, a las plantillas urbanas que reproducen un modelo mientras desdibujan los rasgos de pertenencia a un lugar. Tus vecinos ahuecan el ala y tú ya te has olvidado de cuándo y, fundamentalmente, de por qué lo hiciste. Así que regresas, un poco como un turista, para ver lo que se cuece entre fincas destartaladas, obras congeladas y rostros deprimidos que fantasean con todos esos futuros que el tiempo se ha encargado de cancelar.

Para Agustín Márquez el barrio es un conglomerado de rostros, voces y gestos, de rutinas empastadas entre fincas feas y vidas tristes. Un barrio de letras, como las de los chicos que van de la A a la D; o las de ese sonido, clic-clac, que acompaña al encendedor. Un barrio que, a ratos, se lee a toda velocidad, cada vez que su autor embiste, desde la escritura, los recuerdos de un pasado casi perdido, y que también encalla cuando toca detenerse en las heridas de sus protagonistas. En los accidentes y los suicidios, en la búsqueda de una causa y, en fin, en la necesidad de un motivo. Porque el tiempo pasa, más aún en una narración breve, y nos deja con la sensación de hacernos mayores sin saber el porqué.

Uno de los aspectos que destaca en La última vez que fue ayer es ese ritmo incesante, a través de juegos de lenguaje y de un estilo veloz, que prácticamente nos precipita de una acción a la siguiente. Quizá es porque imaginamos la memoria como una biblioteca compacta de hechos y fechas y, sin embargo, la realidad es que se trata de un trastero destartalado en el que lo que sucedió antes de ayer brilla tanto o tan poco como lo de hace quince años. Sin jerarquía. Sin control. Quizá, también, porque Márquez hace con ese barrio, con aquellas vivencias pasadas, lo que un cineasta con un travelling, acompañando y coloreando cada anécdota con el matiz requerido para que no se olvide, dejando que el choque, casi el atropello, entre tantas voces construya el tapiz de un tiempo perdido. De una época de hermanos mayores y amigos del alma, de pandillas que aún no se han descompuesto y familias en proceso de desarticulación, de vecinos extraños y profesores gilipollas, en la que te sabes hasta el nombre del quiosquero y caminar en cualquier dirección augura un trayecto tan largo como de aquí a China.

Y eso que el de esta novela es paradójicamente corto, apenas unos años que acompañan el dolor por el hermano muerto y la necesidad de expresarlo de alguna manera cuando la realidad se empeña en dictar que todo cambia, que nada permanece. Que hasta el olor se disipa como el humo y solo queda el dolor, esta vez físico, de unas axilas llenas de ampollas de tanto desodorante que has gastado. Que la tristeza también puede ser, pese a todo, tragicomedia, y que bajo el asfalto yacen los que ya no están. Esos cuyos gestos, cuya añoranza, cuya melancolía prematura, intentamos trazar en lo poco que de familiar queda en el barrio.

No creo que La última vez que fue ayer trate sobre la necesidad de recordar, porque al fin y al cabo todos lo hacemos de alguna manera; sí, en cambio, creo que narra su importancia, casi su anhelo. Los 80 pueden ser los de Parchís o los de la explosión del caballo, la década prodigiosa para los nostálgicos más babosos o aquel tiempo incierto en el que una reformada democracia trataba de dar sus segundos balbuceos. Creo que Agustín Márquez es consciente de esta disyuntiva y sabe fintar las numerosas cucharadas de cultura popular momificada para afear lo bonito y embellecer lo feo, que en cierto modo es lo que todos hacemos con nuestras memorias. De ahí que su visión de un barrio en plena descomposición emocione en sus pequeños gestos, en esos rasgos personales que conceden viveza a un retrato acelerado de un pasado muerto. De ahí que sus personajes, que cualquiera diría esquemáticos, desplieguen un abanico de historias, anécdotas y cosas reales que reconectan con eso que pensábamos cuando vivir y morir no tenían una importancia especial. O, mejor dicho, cuando nos empezábamos a percatar de la importancia especial de todo eso.

A menudo se dice de Patrick Modiano que se dedica a excavar literariamente en los barrios de París en busca de esas voces fantasmales de su vida. Para describir la novela de Márquez se podría utilizar una fórmula parecida, acaso con mayor acento crítico con las formas con las que se ha gestionado el paso del tiempo. Si hay tanta velocidad en las palabras de La última vez que fue ayer es, precisamente, porque uno teme que en cualquier momento dejen de importarnos, como tantas otras cosas del pasado; que se conviertan en objetos o en sucursales gentrificadas de alguna marca de alimentación. En cualquier cosa menos en lo que fueron. Y, al final, lo único que piden, más que compasión, es que alguien las escuche. Antes de que venga alguien y les quite la importancia que merecen. Esa poca vida que la escritura se ha encargado de devolverles.

Fuente: Detour

ANA MARÍA MATUTE - PARÍSO INHABITADO

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Ana María Matute Ausejo (Barcelona, 26 de julio de 1925-Barcelona, 25 de junio de 2014)123​ fue una novelista española miembro de la Real Academia Española —donde ocupó el asiento «K»— que en 2010 obtuvo el Premio Cervantes. Matute fue una de las voces más personales de la literatura española del siglo xx y es considerada por muchos como una de las mejores novelistas de la novela española de posguerra.

Ana María Matute fue la segunda de cinco hijos de una familia de la pequeña burguesía catalana, conservadora y religiosa. Su padre, Facundo Matute, era un catalán propietario de la fábrica de paraguas Matute S.A.,4​ y su madre fue María Ausejo Matute. Tuvieron cinco hijos.5

Su vida en Barcelona le ayudó a ver la ciudad más industrializada de España y a conocer de cerca los acontecimientos sociales, económicos y políticos. Todo esto, se manifestó en su cuento Muy contento (1968), donde apareció la figura del explotado por la vida industrial y sus órdenes. Durante su niñez, Matute vivió un tiempo considerable en Madrid, pero pocas de sus historias hablan sobre sus experiencias vividas en la capital de España.6

Cuando Ana María Matute tenía cuatro años cayó gravemente enferma. Por dicha razón, su familia la llevó a vivir al pueblo natal de sus abuelos, Mansilla de la Sierra, una pequeña localidad en las montañas de La Rioja. Matute dijo que la gente de aquel pueblo influyó en su obra. Dicha influencia puede ser vista en la obra antológica Historias de la Artámila (1961), la cual trata de la gente que Matute conoció en Mansilla, así como en Paulina (1960), obra infantil en la que presenta influencias de Heidi (1880), como el amor por la naturaleza y la relación de la niña con su abuelo. En dicha obra, se deduce, además, cierto carácter autobiográfico, pues la niña protagonista sufre una grave enfermedad y por esta razón su tía la lleva a las montañas a vivir con sus abuelos.7​ A pesar de esto, Matute afirmó que no era una novela autobiográfica.8

Ana María Matute tenía once años de edad cuando comenzó la guerra civil española de 1936. La violencia, el odio, la muerte, la miseria, la angustia y la extrema pobreza que siguieron a la guerra marcaron hondamente a su persona y a su narrativa. La de Matute es la infancia robada por el trauma de la guerra y las consecuencias psicológicas del conflicto y la posguerra en la mentalidad de una niña. Esto se refleja en sus primeras obras literarias centradas en «los niños asombrados» que veían y muy a pesar suyo, tenían que entender los sinsentidos que les rodeaban. Características neorrealistas pueden ser observadas en obras como en Los Abel (1948), Fiesta al Noroeste (1953), Pequeño teatro (1954), Los hijos muertos (1958) o Los soldados lloran de noche (1964). En todas estas obras —que se inician con gran lirismo y poco a poco se sumergen en un realismo exacerbado—, la mirada protagonista infantil o adolescente es lo más sobresaliente y marca un distanciamiento afectivo entre realidad y sentimiento o entendimiento.

Mientras vivió en Madrid asistió a un colegio religioso. Escribió su primera novela, Pequeño teatro, a los 17 años de edad, aunque no fue publicada hasta 8 años más tarde (1950). En 1949, presentó Luciérnagas al Premio Nadal, "pero fue eliminada en una de las rondas finales";9​ sin embargo, la censura impidió la publicación. Sus problemas con el franquismo no se limitaron a este aspecto, ya que en mayo de 1972, se le aplicó una prohibición de salida al extranjero, impidiéndole ir a un congreso de literatura infantil en Niza.10

En el 17 de noviembre de 1952, Matute se casó con el escritor Ramón Eugenio de Goicoechea. En 1954 nació su único hijo, Juan Pablo, al que le dedicó gran parte de sus obras infantiles. Se separó de su esposo en el año 1963. Como resultado de las leyes españolas, Matute no tenía derecho a ver a su hijo después de la separación, ya que su esposo obtuvo la tutela del niño, y esto le provocó problemas emocionales.

Encontró el amor años después, al lado del empresario francés Julio Brocard, con el que compartió la pasión de viajar. Brocard murió en 1990, el 26 de julio, día del cumpleaños de Matute. Ella sufría ya depresión, y la pérdida de su gran amor la sumió más en la misma.11

En 1976 fue propuesta para el Premio Nobel de Literatura. Después de varios años de gran silencio narrativo, en 1984 obtuvo el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil con la obra Sólo un pie descalzo. En 1996 publicó Olvidado rey Gudú y ese mismo año fue elegida académica de la Real Academia Española donde ocupaba el asiento «K», convirtiéndose en la tercera mujer en formar parte de esta institución. Leyó su discurso de ingreso en 1998.

Matute fue también miembro honorario de la Sociedad Hispánica de América. Existe un premio literario que lleva su nombre y sus libros han sido traducidos a 23 idiomas.

En 2007 recibió el Premio Nacional de las Letras Españolas al conjunto de su labor literaria.

El 12 de marzo de 2009, la escritora depositó en la Caja de las Letras del Instituto Cervantes la primera edición del libro Olvidado rey Gudú.12

Asimismo, en noviembre de 2010 se le concedió el Premio Cervantes, el más prestigioso de la lengua castellana, que se le entregó en Alcalá de Henares el 27 de abril de 2011.

En el año 2012 fue parte del jurado del Premio Miguel de Cervantes.

Matute era profesora de la universidad y viajaba a muchas ciudades para dar conferencias, especialmente a los Estados Unidos. En sus discursos hablaba sobre los beneficios de los cambios emocionales, los cambios constantes del ser humano y cómo la inocencia nunca se pierde completamente. Ella decía que aunque su cuerpo fuese viejo, su corazón todavía era joven.

Falleció en Barcelona en la madrugada del 24 de septiembre de 2014 tras varios días con problemas cardiorrespiratorios.

 

 Matute, dama del unicornio

Por Ana Sofía Pérez-Bustamante Mourier

Mucho tiempo llevaba Ana María Matute incubando esta novela que acaba de aparecer: Paraíso inhabitado (Barcelona: Destino, diciembre de 2008). Quizá el motivo de posponerla tantos años haya sido su misma índole: se trata de una especie de memorias infantiles noveladas más allá de la fidelidad literal a la historia. Dicho de otro modo, es una especie de autobiografía espiritual de un tiempo que está en el origen de la escritura de la autora y que sólo ahora, cuando ella cuenta con 83 años, es evocado en un deliberado gesto de clausura de círculo, de testamento vital. La autora declaraba en entrevistas que a veces se veía obligada a detener la escritura porque le dolía la memoria.

Todos los testamentos vitales están impregnados de una singular emoción. Hace mucho tiempo que Ana María Matute explicó que ella fue una niña rara y sostuvo que seguía siendo esa niña, exactamente esa niña a la edad de doce años, que es aproximadamente la edad de la protagonista de Paraíso inhabitado, Adriana, y la época en que transcurre la acción: hacia 1938, en el filo entre la II República y la Guerra Civil. Hacia 1938 Ana María, como su Adri novelesca, había atravesado enfermedades graves en un fanal de sábanas y cuentos maravillosos, había podido comparar la suave comodidad de su hogar burgués con la dura libertad de los niños sin infancia, y descubría qué hondo era el abismo que la separaba de las niñas de clase bien y las monjas del colegio. Para entonces, en ese punto en que chocan niñez y preadolescencia, ya existía una Ana María hija de una madre distante, una niña sedienta de comprensión (comprenderse, comprender, ser comprendida), defensora de una infancia que ella a veces ha dicho que en realidad no fue feliz pero que se negaba a abandonar justo cuando se asomaba a las turbias historias de los mayores, a los abismos de la conciencia. Para entonces, en 1938, Ana María ya había descubierto que ella era maga, porque una vez que la castigaron al cuarto oscuro sacó un terrón de azúcar del bolsillo y al partirlo vio en la oscuridad una chispa azul. Y para entonces, en 1938, Ana María, que desde los cinco años armaba sus propios cuentos y que tenía un pequeño teatro donde representarlos y un muñeco negro de trapo para contarle injusticias, ya tenía muy claro que donde leía en grandes letras «Hans Christian Andersen» un día iba a poner «Ana María Matute». No se equivocó.

Claro que Matute se reveló como una novelista de corte existencial y neorromántico, o de un realismo poético (esto, en términos de José Domingo): Los Abel (1948), Fiesta al Noroeste (1953), Pequeño teatro (1954), En esta tierra (1955), Los hijos muertos (1958), Primera memoria (1960), Los soldados lloran de noche (1964), La trampa (1969). La fantasía más desbocada acompañó a la escritora desde el principio pero no vio la luz hasta la segunda fase de su carrera: la que se inicia en los años setenta con La torre vigía (1971), una especie de libro de caballerías o novela gótica, más bien un romance, en el sentido que da a esta palabra la crítica anglosajona desde Clara Reeves, que fue mal entendido en su momento pero que también fue el germen primero de lo que, tras veinticinco años de silencio literario casi absoluto, en gestación lentísima, en paciente espera de que cambiasen los gustos y prejuicios literarios, y pasada una depresión, daría el magnífico y exitoso Olvidado rey Gudú (1996), cuyo humor se trocó en atmósfera legendaria en Aranmanoth (2000).

Paraíso inhabitado es una novela que, como ha visto la crítica, enlaza con Primera memoria, historia de adolescentes que, sobre el fondo de la Guerra Civil, se inician en la crueldad de la vida. Pero este paraíso de ahora contiene elementos que, ya sea en clave realista, ya en clave maravillosa, se relacionan con Olvidado rey Gudú: la magia de los espacios durante la noche, tiempo mágico en que también cobra vida y escapa de su marco el unicornio de un tapiz; la necesidad de vivir escondida en el envés de la casa; la identificación del unicornio con un muchachito que parece un príncipe de cuento ruso (el libérrimo y también solitario Gavrila); la sombra de la muerte en un mundo que está a punto de extinguirse como si fuera la historia del Rey Cuervo; la iniciación al vino que da calor al corazón en medio de la tristeza...

La última novela de Matute es la historia de cómo una infancia solitaria se convierte en germen de un lenguaje y un mundo propios, de la capacidad de fabulación. También es, observa José María Pozuelo Yvancos, una novela de iniciación al sufrimiento: el dolor de un hogar sin afecto, de no comprender el mundo de los mayores, de sentirse más a gusto entre criados que con la familia de sangre; la opresión de los espesos convencionalismos de la burguesía de entreguerras; la oscura amenaza de lo que está pasando fuera con la quema de conventos; y un primer amor maravilloso con el que acaba una meningitis y también la edad. En todo el universo ficticio de la autora catalana late un leitmotiv elegíaco, por veces trágico: la pérdida de la inocencia original, el intenso deseo de retornar a una edad de oro que jamás existió más que en los sueños de infancia. De ahí el título de la novela: ese paraíso, sí, pero inhabitado, responde al «puro deseo de alcanzar o de recuperar algún lugar que me pertenecía, y que todavía no había encontrado» (pág. 128). De hecho, ese lugar es más que nada ficción: son los cuentos y el cine, y de manera más intensa el disfrute de esos mundos mágicos en compañía: en compañía del amigo y amor blanco Gavrila, del padre en un día que nunca se repitió, de las tatas María e Isabel en la cálida cocina.

La novela está narrada por su protagonista desde la perspectiva del asombro infantil. Para Pozuelo Yvancos lo más logrado es ese juego del punto de vista inocente que no comprende pero sí deja entrever el misterioso trasfondo del mundo de los adultos o «Gigantes», esos que nunca hablan claro sino que «medio dicen» las cosas. Es Matute una heredera del romanticismo cuyos héroes suelen situarse fuera, excluidos por una sociedad que antes de entenderlos ya los ha sambenitado como «malos». Así, Adri, la niña que escoge la invisibilidad y que, criada en un ámbito sin risas, sin franqueza, sólo aprenderá a expresarse a través de la ficción, de la máscara interpuesta, de los títeres de su pequeño teatro. Hay escenas y pasajes memorables en estas páginas, empezando por la primera y rotunda frase, que es como una predestinación: «Nací cuando mis padres ya no se querían». Y culminando en la reflexión poética: «tal vez la infancia es más larga que la vida» (pág. 66). Cuando la protagonista descubre la felicidad y la libertad junto a su tía Eduarda, y se ve reflejada en los espejos de un hotel, escribe: «creo que por primera vez en mi vida deseé entrar en mis ojos» (pág. 67). Cuando pierde de vista a su tía e ingresa en el mundo oprobioso del colegio, explica: «Nunca hubiera podido imaginar que una ausencia ocupara tanto espacio, mucho más que cualquier presencia» (pág. 72).

Hay aquí asimismo algo que se nos hace muy evidente a los lectores, especialmente a los que tengan menos de cuarenta años; es la misma sensación que producen los relatos de la Celia de Elena Fortún: la de que ese mundo férrea y despóticamente clasista, que explica tantas rebeldías extremosas entre las filas de la burguesía, ya no existe. Y que el dolor que engendró resulta por tanto un dolor antiguo, muy antiguo. De modo que una sensibilidad atrapada en ese dolor resulta en cierto modo trágicamente fantasmal. Claro que, más allá del contexto histórico, está la universalidad de una historia que consiste en algo que Matute ha tratado una y otra vez en sus novelas y también en sus relatos juveniles (pienso en El polizón del Ulises): el drama de que todos los niños crecen, menos Peter Pan. Y una promesa de retorno a la infancia, a la pureza original, que puede resultar sobrecogedora. Cuando el niño Gavrila le dice a Adriana, la protagonista: «Me iré, como tú también te irás, porque todos los niños nos vamos. Pero volveré. Te lo juro, yo volveré a por ti, Y tú me reconocerás» (pág. 295). Y algo más adelante dice la narradora, «Cerré los ojos y esperé. Creo que he pasado la mitad de mi vida esperando» (pág. 373). Dentro de la lógica poética el lector presiente que ese regreso se parece mucho a la muerte. En cierto modo, es la tragedia del unicornio, emblema de la fuerza de la pureza: el hermoso y fantástico animal sólo se rinde ante la casta doncella, pero, al acercarse a ella, a su regazo, se convierte en la presa del cazador, que es el tiempo y el mundo.

En fin, los seguidores de Ana María Matute tenemos en esta novela una hermosa metáfora de su poética y dramática, romántica sensibilidad de dama del unicornio.

fuente: Centro virtual Cervantes

lunes, 13 de mayo de 2024