Camus, un escritor de las dos orillas del Mediterráneo
El escritor y
periodista Javier Reverte sigue los pasos del premio Nobel en Orán y
Argel, donde situó algunas de sus obras de referencia, como El
extranjero y La peste
El mestizaje
argelino, donde confluyen influencias de España, Francia e Italia,
determinó la posición vital y la filosofía de Albert Camus
Es precisamente este mestizaje de Argelia,
donde convivieron y se enfrentaron las diferentes culturas
mediterráneas, lo que determinó la filosofía vital de Camus, un colono
de origen francés que vivió y creció en este país durante las últimas
décadas (y las más violentas) de dominio galo. Así lo reconoce Reverte,
autor de referencia de la literatura de viajes y que por fin ha podido
dedicarle un libro a uno de sus escritores fetiche. “Tú lees a Camus y
te llega directamente al corazón”, señala Reverte sobre El hombre de las dos patrias. Tras las huellas de Albert Camus
(Ediciones B). “Camus es un escritor fundamentalmente mediterráneo”,
subraya, “decía que en algún momento habría que derribar las fronteras
de España, Italia y Francia”. El Nobel argelino era un pied-noir
(pies negros) —apelativo con el que se conocía popularmente a los
colonos franceses, bautizados así porque usaban zapatos en lugar de
babuchas— que se crió en uno de los barrios más pobres de la capital,
huérfano de padre y con una madre prácticamente analfabeta.
El hombre de las dos patrias, como bien apostilla Reverte en el
título de la obra, estaba vinculado a Argelia de manera sentimental, y a
Francia de forma intelectual. A lo que habría que añadir unas gotas de sangre española
por parte de su abuela, menorquina, que provocaron que siempre se
sintiera especialmente ligado a España, sobre todo tras la derrota
republicana en 1939, que vivió como propia. “Fue en España donde mi
generación aprendió que uno puede tener razón y ser derrotado”, escribió
en una ocasión.
El amargo rechazo de sus dos patrias
Sin embargo, a pesar de haber emigrado a Francia en 1940 por
presiones del gobierno argelino (el país no sería independiente hasta
1962), el autor de El extranjero y La peste apenas escribió sobre su país de acogida. “Siempre le fascinó Argelia”,
reconoce Reverte, que siguió sus pasos por Argel y Orán. Y eso que en
su país natal nunca se han sentido cómodos reivindicando su legado: no
hay ninguna placa de recuerdo en el instituto en el que estudió el Nobel
y los argelinos responden con cierto desprecio cuando el periodista les
pregunta por él. “En Argelia amamos la cultura española y detestamos todo lo francés, incluidos sus escritores… Y sobre todo a los pieds-noirs:
nos trataron como a perros durante la colonia”, le confiesa el gerente
del colegio a Reverte durante su visita al país. Bien es cierto, como se
encargan de resaltar muchos de los que se cruzan con el periodista, que
los personajes de la obras de Camus eran casi siempre pied-noirs, y que describía a los argelinos de una manera vaga bajo la categoría de “los árabes”.
Eso explica, en buena medida, por qué Camus no contó con el beneplácito de sus compatriotas, pero su posición intelectual tampoco encontró acomodo entre la izquierda francesa,
tras situarse claramente en contra del estalinismo y enzarzarse en
sonados debates con Sartre. “No le importaba decir lo que pensaba aunque
fuera a contracorriente”, constata Reverte. Ese rechazo por ambas
partes se acentuó cuando comenzó el proceso de descolonización en 1954 y
las acciones terroristas del grupo argelino Frente de Liberación
Nacional (FLN) y de las organizaciones paramilitares francesas. En una
ocasión, un miembro del FLN se encaró con Camus por sus tesis condenando
el terrorismo árabe. El escritor le espetó entonces: “En estos momentos
están poniendo bombas en los tranvías de Argel. Mi madre puede estar en
uno de esos tranvías. Si eso es justicia, prefiero a mi madre”.
Aquella frase, que fue acogida con bastante repulsa tanto en el propio
movimiento independentista argelino, como entre los franceses que les
apoyaban, le valió años más tarde un cumplido de Abdelaziz Bouteflika
(líder histórico del FLN), siendo ya éste presidente del país: “Cuando
[Camus] dijo que, entre la justicia y su madre, escogería a su madre,
demostró ser un verdadero argelino”.
El centenario de su nacimiento, en 2013, hizo todavía más amargo
el profundo, y a veces inexplicable, rechazo al escritor fallecido
abruptamente en un accidente de coche, en 1960, a los 47 años. Argelia
no conmemoró los fastos; mientras que en Francia, la efeméride quedó
empañada por las diferentes y absurdas disputas políticas de la ciudad de Aix-en-Provence, donde está depositado su legado.
Referente de la literatura de viajes
Reverte (Madrid, 1944) es uno de los escritores más destacados
de la literatura de viajes, con una extensa obra en la que combina la
historia y la cultura de los lugares que visita con el paisaje y, sobre
todo, el paisanaje. “Lo que da alma a un libro es la gente que te vas encontrando”,
dice cuando le preguntan por Houari, uno de los protagonistas de su
última obra, del que cuenta que tenía cara de asesino pero un gran
corazón. A lo largo de los días que pasaron juntos en Argel, Houari —“un
hippy a la argelina”— no paraba de susurrarle al oído “terrorista” cada vez que se cruzaban con un hombre con barba.
El autor de El sueño de África y Un verano chino
es uno de los escritores jubilados afectados por la legislación que
limita a 9.000 euros al año los ingresos que se pueden percibir por
cualquier trabajo al margen de la pensión. Según contó a infoLibre, la
Seguridad Social le reclama 120.000 euros
por haber sobrepasado dicho umbral. Ahora, el periodista y escritor se
niega a pagar la sanción (que realmente es la devolución de las
pensiones consideradas “indebidas” durante el tiempo que infringió la
norma) y la ha recurrido en los tribunales, a la espera de que un nuevo
Gobierno cambie la legislación, tal y como se han comprometido todos los
partidos, incluido el PP.
Así las cosas, aunque ya tiene en mente visitar Trieste, en
Italia, donde James Joyce pasó varios años, y el castillo del Duino (muy
cerca de esta localidad), germen de las Elegías del Duino de
Rilke; Reverte echa cuentas e incluso ha llegado a suspender algunos de
esos viajes para que la sanción impuesta por la Administración no
alcance cifras astronómicas.
"Entonces comprendí que había roto el equilibrio del día, el silencio
de una playa en la que fui feliz". Meursault se siente deslumbrado por
el sol de un verano que aún no es invencible y dispara cuatro veces más contra el cuerpo del árabe. Acaba de perpetrar un póker de aldabonazos en la puerta de la desgracia.
El famoso asesinato en la playa de 'El extranjero' ('L’étranger'), ópera prima de Albert Camus
en el Hexágono, es una pieza más que ayuda a explicar una clave del
libro. El autor francés de origen argelino, o argelino de nacionalidad
francesa, vivió el preludio del crimen en la arena de Orán. Lo cuenta
Olivier Todd en su monumental biografía del premio Nobel de 1957. Un
domingo por la mañana Albert fue a la playa con su íntimo Pierre Galindo
y toda su pandilla. La jornada transcurre con normalidad. Unos juegan
al fútbol, otros observan. De repente Raoul Bensoussan le dice a su
hermano que le siga porque se ha peleado con dos árabes
y quiere ajustar cuentas. Encuentran a sus adversarios. Hay puñetazos y
golpes con la cabeza. Uno de sus adversarios reacciona y acuchilla a
Raoul en el brazo y la comisura de los labios. La historia no termina
aquí porque por la tarde el agredido y Galindo vuelven al lugar de los
hechos en busca de gresca con un revólver. Por suerte la cosa no pasa a mayores y los árabes no responden a la provocación.
La escena tiene una variación en la novela y conduce a la muerte.
Camus encontró las dos primeras legendarias frases de su texto, así lo
atestiguan sus notas, el 22 de agosto de 1938, con 26 años. "Aujourd
d’hui, maman est morte. Ou peut-être hier, je ne sais pas". Del inicio
al punto final, rubricado en París el 5 de mayo de 1940, mediarán
demasiados acontecimientos que encajarán la obra primero en el magma de
su época y a posteriori en la inmortalidad que aún genera debate.
Un torbellino
Europa y el mundo se acercaban peligrosamente a la Segunda Guerra
Mundial. Por aquel entonces Camus estaba a punto de entrar en el
periódico de izquierdas L’Alger Republicain, fundado por Pascal Pía,
quien rápidamente aprecia el talento del recién llegado,
un torbellino que brilla en las crónicas judiciales que luego le
ayudarán a completar con escrupulosa precisión un importante trecho de
la segunda parte de 'L’étranger'.
Mientras desarrolla su labor redaccional Camus mantiene una azarosa vida sentimental complementada
con una desmedida ambición literaria que pretende lanzar con una
trilogía sobre el absurdo a partir de una obra de teatro, 'Calígula', un
ensayo filosófico, 'El mito de Sisífo', y la novela, que tardará en
germinar. Expulsado del Partido Comunista, con una salud precaria debida
a sus antecedentes tuberculosos, es un peso pesado de
fardo ligero que sueña y sufre desde su compromiso mientras, poco a
poco, nota cómo Argel tiene el confort del hogar y los barrotes de la
provincia. Se liberará de los mismos cuando Pascal Pía, su absoluto
ángel guardián, encuentre un trabajo en el gubernamental París-Soir y
ponga en su maleta al joven destinado al estrellato.
Esta anécdota biográfica es otro eje esencial
para esclarecer interpretaciones de 'El extranjero'. En la primera
parte del mismo el jefe de Meursault le ofrece un puesto en París que le
permitirá viajar. Con su habitual indiferencia el protagonista, un
hombre sin atributos dentro y fuera del mundo, responde que le da igual,
que su vida actual le está bien y no necesita más, a diferencia de su
autor, que como ya apuntó Nathalie Sarraute en 1947, realiza con su
propuesta una proyección de sí mismo, de lo que pudo ser y no fue.
El tono analítico en primera persona de frases cortas y desnudas enfrenta dos universos en torno a la idea de libertad
Este factor explica en parte el tono analítico de esa primera persona
que usa frases cortas y desnudas mientras teje un esquema que enfrenta a
dos universos enfrentados por la idea de libertad. Camus confiere a su
relato una serie de parcelas de un primitivismo normalizado y objetivo.
La sociedad cumple una serie de ritos. Hay que enterrar a los seres
queridos, las mujeres son hermosas, el trabajo sirve para sobrevivir y
en la cotidianidad real de la primera mitad del siglo XX lo
políticamente correcto aún no existe, por eso Meursault ayuda a su
vecino Raymond cuando este maltrata a una de sus chicas y por lo mismo
no duda en decirle a Marie que si ella quiere casarse lo hará aunque le
de lo mismo porque todo continuará igual.
La ley natural
Lo arcaico de fondo no es un asilvestramiento inocente, sólo una ley natural entre humanos donde las acciones siguen una rutina implacable
y el sol sale cada mañana desde una ausencia total de trascendencia .
El día de autos la quiebra del aire y la irrupción obscena del astro rey
desbaratan ese ordenamiento.
Hasta ese momento todo ha transcurrido a unas leyes no escritas.
En la segunda parte la justicia conduce la trama hacia la convención
que destruye el libre albedrío al existir una serie de valores a cumplir
impresos en el código penal. Sin embargo lo que se castiga no es tanto
el óbito violento del árabe sino el comportamiento existencial de
Meursault, insensible por dormirse y aceptar un café con leche del
extranjero mientras vela, entre pequeñas porciones de duermevela, el
cadáver de su progenitora, a quien encima no llora.
La
condena a muerte y el final con los aplausos ante el cadalso dio a la
novela la definición de existencialista que su autor refutó
La condena a muerte y
ese final con la idea de los aplausos ante el cadalso dio a la novela,
publicada hace 75 años por Gaston Gallimard, esa definición de
existencialista que su autor refutó y que lo hermana con otras perlas
europeas de la época como 'Los indiferentes' de Alberto Moravia,
publicada en 1929 en pleno fascismo, o 'Nada', de Carmen Laforet,
retales de desasosiego en un mundo de cielo plomizo. Aún así la
sentencia camusiana se asemeja por contexto, el absurdo de la muerte
masiva por la guerra más devastadora de la Historia, con el discurso de
Charles Chaplin en Monsieur Verdoux. Un asesino de viudas ricas puede
ser ejecutado mientras los asesinos de millones de seres humanos campan a
sus anchas. Cruda, triste e inexorable verdad.
La equidistancia de Camus y su actualidad
Los años que median entre 1940 y 1942 no fueron fáciles para nadie.
Tampoco para Albert Camus. Con la ocupación alemana su trabajo en
Paris-Soir se volvió una especie de caravana ambulante. Lo despidieron
en Lyon, volvió a Orán, se casó con Francine y recayó en su tuberculosis
mientras mantenía la esperanza de regresar a Europa y ver publicada su
novela, lo que acaeció tras la lectura de grandes nombres
cercanos a Gallimard como su idolatrado André Malraux, el héroe que
después transformó con De Gaulle el significado de ser ministro de
cultura.
Tras su publicación en 1942 llegaron las críticas y los parabienes,
entre ellos un extenso ensayo de Sartre y una sorprendente acogida
entre los lectores que se acrecentó con la aparición de 'El mito de
Sísifo'. El resto del camino es bastante conocido hasta su muerte los
primeros días de enero de 1960 en un accidente automovilístico
que no truncó la fortuna de su libro más conocido, replicado en fechas
recientes por Karen Daoud en Meursault, caso revisado (Almuzara) y
adaptada al cine por Luchino Visconti en 1967 y al cómic por Jacques
Ferrandez.
Sartre permaneció fiel a su extremismo mientras Camus mantuvo su equidistancia consistente en criticar lo injusto sin ideologías
El hueco de su desaparición física fue colmado por Sartre. Tras la
disputa surgida por la aparición de 'El hombre rebelde' en 1951 los dos colegas se separaron.
El autor de 'La náusea' permaneció fiel al extremismo de la Guerra Fría
mientras Camus mantuvo su equidistancia consistente en criticar lo que
consideraba injusto sin considerar afinidades ideológicas. Esos
postulados ya están en las raíces desapasionadas de 'El extranjero' y
son las mismas que, caído el muro, lo devolvieron a la palestra hasta
alcanzar el siglo XXI, cuando su postura racional sin escorarse hacia el
blanco o el negro es un ejemplo para todos aquellos que creemos en el uso del pensamiento por encima de la emoción.
Carmen
Laforet dio forma al sueño mejor contado de nuestra literatura, un
relato onírico que desnuda al ser humano en su infinita miseria
7 marzo, 202202:12
Aparquemos por un momento las toneladas de bibliografía en torno a Nada,
el Premio Nadal que obtuvo su condición de lectura obligatoria para
varias generaciones de bachilleres, la mitología discreta que rodea a Carmen Laforet, las teorías sociales o psicológicas, los tópicos filológicos… Y vamos a pensar desde otros lugares. Yo trabajo en una escuela de adultos.
Este cuatrimestre, mis alumnos tienen entre dieciocho y cincuenta años,
historiales académicos fallidos, ningún hábito lector… Y a menudo son
listísimos.
Ayer
declamamos en voz alta las tres primeras páginas de la novela,
fotocopias en mano, acompañando a Andrea hasta el dintel del piso en la
calle Aribau que será su hogar en Barcelona. Fue una lectura a ciegas,
sin contexto, ficha técnica ni sinopsis. Espontáneamente (no miento ni
exagero), todos quisieron saber qué libro era aquel, dónde encontrarlo, cómo seguía.
Les dije que, antes de explicarlo, debían redactar trescientas palabras
continuando la escena a partir de la frase “…nunca una criada me ha
producido impresión más desagradable”. Pues bien, ese ejercicio sacó lo
mejor de su talento (sigo sin exagerar), enésima prueba de que exponerse
a la buena literatura vale por dos centenares de juegos motivacionales.
Ojalá todos escribiéramos con idéntico entusiasmo especulativo.
Las redacciones también probaron que, como en toda gran novela, el arranque de Nada ya contiene los múltiples estratos que cohabitarán milagrosamente a lo largo del texto. Por ejemplo, Miriam y Siham no solo intuyeron una historia de terror en aquella atmósfera sórdida
(apreciación exacta), sino que la hicieron cuajar en dos metáforas
perfectas: Siham, la casa como prisión; Miriam, el peso invisible de la
muerte y los secretos. A Yusleidi le molestaba el término “criada”,
concernida por su propio trabajo como limpiadora, de modo que le
atribuyó al personaje de Antonia un monólogo rebosante de lúcida
conciencia de clase.
Pero
quizás lo menos previsible fue que, cada uno a su manera, Jefferson,
Nicolás y Alejandro distinguieran belleza bajo la creciente pulsión
pesadillesca del léxico utilizado por Laforet: belleza pese a la pobreza, la emigración o las aristas familiares, belleza en la expectativa juvenil de Andrea. Sus redacciones resultan luminosas.
Hoy
he devuelto los ejercicios corregidos y he explicado quién fue Carmen
Laforet. Le he prestado mi ejemplar gastado (de bolsillo, en Destino) a
Cati. Y también les he agradecido que, al sentirse apelados, lograsen
capturar juntos casi todo lo que es importante en Nada, lo que la convierte en el más probable clásico de la narrativa española del siglo XX.
Nada
goza de esa aura atemporal que convierte un libro en una presencia
viva, instalada como está en una convergencia exacta entre lo popular y
lo artístico
Me
explico: convengamos en que no existe “El Mejor Libro” en ningún
sentido que planteemos, esas jerarquizaciones son fantasmagorías.
Igualmente, admito que en el período escogido para la encuesta de El
Cultural podríamos señalar, digamos, media docena de novelas más ambiciosas que Nada (La mort i la primavera,
de Mercè Rodoreda, por ejemplo), más perfectas o exigentes, más
populares o valientes. Serían pocas en cada registro, da igual si
firmadas por hombre o mujer; pero siempre habría alguna. Sin embargo, la
condición de clásico acaba ganándose gracias a un aura indefinible que,
admitámoslo, suele parecerse mucho a lo que podríamos calificar de
“vibración ética”.
Así, Albert Camus
fue uno de los grandes autores del siglo XX, desde luego, pero lo
amamos más que a otros (y es mucho más leído que otros, todavía) porque
apela de un modo íntimo a nuestra idea de lo que es bueno y correcto y
bello, sin ocultar la fragilidad de su conquista. De la primera a la
última página, Nada goza de esa aura atemporal que convierte un
libro en una presencia viva, instalada como está en una convergencia
exacta entre lo popular y lo insobornablemente artístico. Qué difícil es
sostenerse ahí.
En
1944, en un período infame de la historia de España, entre ruina y
hambre, Carmen Laforet dio forma al sueño mejor contado de nuestra
literatura, un relato onírico que desnuda al ser humano en su infinita
miseria. El loco (¡y no la loca!) del desván, dos ciudades en una sola ciudad, la noche deformándose en viaje espectral, el deseo narcisista, el linaje como un Leviatán asfixiante, la amistad…
Si tuviera que resumir mi impresión acerca del libro en dos palabras, serían estas: “Seguirá leyéndose”.
Cien años del nacimiento de Carmen Laforet, la
joven que de su tristeza hizo un motor al servicio de otras escritoras
La tristeza que
sintió al descubrir una España destruida tras la contienda fue el motor
de su primera novela, con la que ganó el Premio Nadal cuando solo tenía
23 años
Las efemérides
son una forma de hacer memoria. En esta sección, celebramos los
aniversarios que se cumplen en 2021 para entender los lazos entre el
pasado y el presente
Carmen Laforet escribió en 1942, con tan solo 22 años: “Me
parecía que de nada vale correr si siempre ha de irse por el mismo
camino, cerrado, de nuestra personalidad. Unos seres nacen para vivir,
otros para trabajar, otros para mirar la vida”. Mientras cursaba derecho
en Madrid, confeccionaba en su casa de la calle General Pardiñas la que
sería su primera novela, Nada.
Para una España marcada por la contienda del 36 que trajo consigo la
instauración de una dictadura, era impensable que una mujer, que además
era casi una niña, se embarcase en la literatura.
Pero al terminar la novela, el periodista y crítico literario
Manuel Cerezales la lee, y asombrado por el talento de la joven, anima a
la estudiante a presentarla a un nuevo premio que convocaba la
editorial Destino. Se trataba de la primera edición del Premio Nadal,
que a partir de entonces se convirtió en el certamen más importante de
las letras españolas. En 1945, Laforet, con 23 años, lo gana, pese a su
corta edad y a su género. La novelista, que sigue siendo la galardonada
más joven, cumpliría en un día de verano como este los cien años.
La historia de Carmen Laforet es la de una escritora que jamás
sintió pertenecer a la España del régimen tras la guerra. Abandonó su
casa por primera vez con 18 años rumbo a Barcelona. Lo hizo por amor, y
de allí tomó la inspiración para su primera novela. Ella siempre negó el
carácter autobiográfico de Nada, pero dejando de lado los supuestos
parecidos entre sus familiares barceloneses y los personajes de la
novela, sí se encuentra en sus páginas el retrato fiel de una España
gris, derruida tras la guerra civil.
La felicidad de su infancia, transcurrida en la isla de Gran
Canaria, quedaba lejos de la realidad del país que descubrió en
Barcelona. La visión infinita del mar y el horizonte de la playa, se
redujo a las cuatro paredes del piso barcelonés que pocos años después
abandonó. El espíritu nómada la acompañaría el resto de su vida. Su
traslado a Madrid fue un puente, una catapulta hacia la fama, y después a
la consolidación de una escritora siempre en tránsito, en una huida
persistente de España, pero en un reencuentro constante con ella misma.
La publicación de Nada supuso un doble salto, de la juventud a
la madurez y del anonimato a la fama. La literatura de la España de la
posguerra estuvo marcada por la irrupción de Laforet y Camilo José Cela,
con La familia de Pascual Duarte.
Pero la novelista no aceptó jamás la pertenencia al mundillo literario,
para ella su hogar estaba en sus recuerdos y en sus escritos.
Un año después de recibir el premio, entre toda la marea de
entrevistas, eventos literarios, portadas de revista y llamadas
telefónicas, se casa con Cerezales, aquel primer crítico que había caído
rendido ante Nada y al que seguirían todos los demás.
Con el paso de los años, se convierte en madre de cinco hijos
mientras todo un país la observa, esperando una segunda novela a la
altura de su ópera prima. La trayectoria de la autora del libro más
traducido del momento junto a la ya mencionada primera novela de Cela,
es a ojos de la prensa una rareza. Resulta incomprensible que una madre
también sea escritora. Para Laforet, su apariencia —pues, además de
brillante es muy bella— y su vida personal, nada tienen que ver con su
literatura, pero por desgracia, no paran de recordárselo.
La isla y los demonios y La mujer nueva, dos Cármenes huyendo de Nada
Mientras el público espera con expectación la llegada de una
segunda novela, la autora solo publica algunos relatos. No es hasta ocho
años después de su primera novela que publica la segunda: La isla y los
demonios en 1952. Esta vez retrocede a la infancia, al único lugar en
el que hasta el momento había sido realmente libre.
Para la crítica, el libro no alcanzó el talento que la autora
había demostrado con Nada. Pero abrió la senda a mujeres que, gracias a
ella, se atrevieron a declararse como escritoras. Le siguieron como
ganadoras del Nadal algunos años después Carmen Martín Gaite (Príncipe de Asturias de las Letras) y Ana María Matute (Premio Cervantes) en un oficio que, hasta el momento, ejercían los hombres en su gran mayoría.
El encuentro con algunas mujeres le hizo más liviano el camino.
La presión del régimen, de la fama, de la prensa y aún por entonces de
Nada, propició lo que Laforet llamó su “vagabundaje”, en busca de su
lugar en el mundo.
En medio de ese vagar se produjo el encuentro con Lilí Álvarez,
una extenista de éxito con una ferviente fe católica. Laforet, una
escritora en crisis permanente, se convierte atraída por el magnetismo
de su amiga. Y narra la espiritualidad de una mujer adúltera que, tras
el arrepentimiento, abraza el catolicismo, en su tercera novela en 1955,
La mujer nueva.
La novela volvió a decepcionar a la crítica que seguía esperando
a la Laforet de su primera publicación. Pero la autora siguió siendo
fiel a sí misma, escribiendo libremente.
El idilio en Tánger y la grafofobia
Andrea, la protagonista de Nada, se preguntaba entre la
infelicidad de la casita de la calle Aribau: “¿Quién puede entender los
mil hilos que unen las almas de los hombres y el alcance de sus
palabras?”, lo que escribió Laforet parece premonitorio. El alcance de
las palabras, y el de sus novelas, se le escapó de las manos y le llevó a
tomar mil rumbos. El siguiente destino fue Tánger. Allí, lejos de aquel
franquismo que ella percibía como un observador silencioso, que no
ataca, pero que está siempre al acecho, Laforet encontró su verdadero
entorno. Truman Capote
o Paul Bowles formaron parte del círculo de la autora durante su
estancia, y gracias a ellos, no descubrió, sino que recordó, por fin,
quién era.
Sus escritos también arribaron a buen puerto. De su viaje a
Tánger procede su trilogía inacabada Tres pasos fuera del tiempo, de la
que solo publica, La insolación, en 1963.
La novela parece reconectar con la autora que había perdido de
vista, que apareció en Nada y que durante mucho tiempo espantaba a
Laforet. La insolación es la historia de un adolescente que, a
diferencia de Andrea, sí consigue la libertad, la comprensión y el
salvoconducto con el que huir de una posguerra que afea y asfixia todo a
su alrededor.
A sus 42 años, Laforet no sabía que aquella sería su última
novela publicada en vida. Dos años más tarde marchará, como viajera
incansable, a Estados Unidos. Allí, su primera novela es un éxito entre
los estudiantes, que poco conocen de la posguerra española, pero que
guardan algo en común con el texto de la autora: el sentimiento
universal de la pérdida del equilibrio en esa cuerda en la que se
balancean todos los jóvenes cuando empiezan a ser adultos.
Publica Paralelo 35, donde reúne las crónicas del viaje por
aquel país al que decidió, tras rechazar una invitación en avión, llegar
en barco como llegó siendo una joven enamorada por primera vez a
Barcelona.
La última huida de la eterna nómada tuvo como destino París.
Viajó junto a su amiga del alma Linka Babecka, acompañante de la autora
desde sus primeros pasos, —a ella va dedicada Nada—. Pero la falta de
libertad reapareció. Durante el franquismo las mujeres necesitaban un
permiso firmado por sus maridos en caso de emprender un viaje sin
compañía. Cerezales accedió a dárselo a Laforet con una condición: la de
no escribir jamás acerca de su relación sentimental. La prohibición
produjo en la autora, como tantas otras veces, una crisis creativa, a la
que llamó grafofobia. Si delató a alguien, no fue más que a sí misma.
La sensibilidad hacia todas las cosas afloró inevitablemente en todos
sus escritos.
Tras perder a la escritora magistral que supo ser con 23 años,
Laforet buscó en su interior con amor, con odio, con rupturas y
reconciliaciones, en un sinfín de viajes, a lo largo de toda una vida.
Murió a los 82 años el 28 de febrero de 2004. Pocos meses
después, de la mano de sus hijos, se publicaba de forma póstuma su
última novela, Al volver la esquina, manuscrito que la autora jamás entregó a su editorial.
De su vida podemos aprender dos lecciones: la literatura también
fue, es y será oficio de mujeres; la libertad está por encima de
cualquier convención establecida.